THE OBJECTIVE
José Carlos Llop

El síndrome 'Cinema Paradiso'

«Esto es muy curioso porque la muerte no es que ponga las cosas del mundo en su sitio, sino que abre alguna de las puertas que nunca se abrieron en vida»

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El síndrome ‘Cinema Paradiso’

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Ocurre con las bandas sonoras del cine, que suelen tener un aire a déjà vu. Como si su música viniera de otras músicas anteriores a ella y eso nos produjera la agradable sensación de volver a casa: a la casa de las emociones que nos gratifican. Por eso –y por su voluntad de popularidad, aunque algunas procedan del elitismo culto– son músicas que nos quedan en la memoria y actuamos con ellas como los ratones de Pavlov. Nos trasladan a un tiempo ido, a una historia de amor, a nosotros mismos antes de ser como somos ahora. Y si hay situaciones de las que no olvidaremos jamás detalle alguno es porque están subrayadas por una banda sonora cinematográfica. Pasa con todas las músicas, pero de manera más inmediata con las bandas sonoras.

Si tuviera que trazar un arco personal, creo que su punto de arranque estaría en el Adagietto de la Quinta de Mahler en Muerte en Venecia –aunque no sea bso– y su punto final en el Yumeji’s theme de In the mood for love, de Wong Kar Wai. Sin olvidarnos del mádison de ¡Hatari! o de la muerte de la madre de Bambi en nuestra infancia. Dicho esto, la música de Ennio Morricone ha estado siempre ahí, acompañándonos. Hay películas esenciales de nuestra juventud –pienso ahora en NovecentoÉrase una vez en América o La Misión– que son lo que son (y lo seguirán siendo cada vez que las veamos) gracias a sus bandas sonoras. La alegría de los niños ante el escaparate de la pastelería o los momentos previos al tiroteo en los muelles –’Me resbalé…’– de Once upon a time in America, han quedado fijados en nuestra memoria gracias a las notas escritas por Morricone. Como la cena y el baile -su lento crescendo– antes de la violación de Deborah –Jennifer Connelly/Elizabeth Mc Govern– a manos de David Aronson –Robert de Niro–… O el oboe y las flautas de La Misión, que siempre nos han de hacer creer que podemos ser mejores de lo que hemos sido y somos. Todo eso y más se lo debemos a Morricone.

Pero no hablaré de música ni de cine, aunque me remita a una y a otro, aquí y allá. Morricone escribió la banda sonora de Cinema Paradiso, una película con algún buen fragmento, pero sobrevalorada en exceso, al menos desde mi punto de vista. Al tratar de cine y educación sentimental ha ayudado mucho a esa sobrevaloración entre críticos y cineastas, pero en fin. En esa película un realizador nacido en Sicilia vive en Roma y lleva treinta años sin visitar su tierra natal. No contaré el argumento, pero al regresar para el funeral de quien le había iniciado en el cine y dado por tanto un sentido a su vida, se siente alejado de todos que lo esperan como agua de mayo –es uno de los suyos que ha triunfado– y ajeno a lo que dejó atrás. Todo ello con aire de superioridad sobre aquellos a los que abandonó. Él es más refinado, más culto y ha tenido una vida mejor que sus congéneres locales. A esto le llamo yo el síndrome Cinema Paradiso y es la mayoría de quienes se van los que lo padecen: cuando están lejos y cuando regresan. Aunque existe un antídoto y ese antídoto se ha vuelto a dar en la muerte de Ennio Morricone.

Se ha justificado la pereza en oscarizarlo y hacerlo casi al final de su vida con una estatuilla honorífica y después vía Tarantino, por su alejamiento de Hollywood. Dicen los que ahora se deshacen por él que la Academia no le perdonó que no dejara Roma y se fuera a vivir a la Meca del cine. Esto es muy curioso porque la muerte no es que ponga las cosas del mundo en su sitio, sino que abre alguna de las puertas que nunca se abrieron en vida. Por vivir alejado de los centros culturales o de poder, las dosis de silencio o la apropiación indebida de lo propio –llegar antes tiene ese precio– son grandes. En cambio, al morir, los mismos medios que soslayaron tu presencia en vida son los que se hartan de hacer florituras sobre la vida oculta y apartada, la vida retirada de fray Luis y el sursum corda.  Prefirió Roma a Los Ángeles, ¿cómo pudo?; prefirió Trieste a Roma ¿cómo osó?; prefirió Vitigudino a Madrid o Barcelona, qué atrevimiento… Pero llega la muerte y hace de repentina piedra filosofal: lo que era miseria provinciana se convierte en sabiduría ascética y lo que en vida fue menospreciado, una vez cadáver, es mérito sin el que no hubiera podido hacer nada de lo que hizo el difunto. Efectivamente, pero no gracias a ellos, los que ahora lo celebran.

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