Ninguna muerte en vano
«En los asuntos públicos, parecer unidos, incluso fingir estarlo, es estarlo. Una lección que conviene recordar para no volver a una polarización estéril»
Por una vez, todos unidos –o casi todos–. Ha sido ese un comentario, o un desahogo, presente en las redes sociales y los medios tras la celebración ayer del funeral de Estado a las víctimas de la COVID-19[contexto id=»460724″]. No es habitual la imagen de todos los líderes políticos, junto a familiares de fallecidos y representantes de la sociedad civil implicada en la respuesta, reunidos en torno a una escenografía sencilla y emotiva, en corro en sillas separadas ante un pebetero sobre el que iban depositándose flores y pronunciándose discursos de elegía y despedida. Una ceremonia breve que, por unas horas, ha transmitido cierto consuelo a una sociedad más acostumbrada al disenso ruidoso que al recogimiento público. Y que transmitió algunos mensajes que podían interpretarse como conclusiones informales asumidas por una inmensa mayoría tras la pandemia, como la necesidad de una sanidad pública fuerte y eficaz, bien dotada y con profesionales bien pagados. El detalle de la presencia destacada de las principales autoridades de las instituciones de la UE señalaba otro convencimiento más difuso para el ciudadano de a pie, pero también innegable, y en el que nos jugaremos el futuro inmediato: la urgencia de una respuesta comunitaria a la altura del descalabro generalizado por culpa de la pandemia, y de la hostilidad más estructural de un escenario internacional desordenado desde hace años.
En los asuntos públicos, parecer unidos, incluso fingir estarlo, es estarlo. Una lección que conviene recordar para no volver a una polarización estéril y para no excusarse diciendo que actos así no cambian nada. Ha querido el azar que el homenaje a las víctimas del coronavirus se realizara dos días después de que Francia celebrara, como cada año, su mítico 14 de julio, día de la toma de la Bastilla en 1789. Una fecha en la que todos los actores políticos aparcan sus diferencias y los discursos destacan aquello que une, ensalza y emociona a los franceses en su conjunto. Por eso allí se ha podido utilizar una fiesta común, su día nacional, para realizar el homenaje colectivo a las víctimas para el que aquí hemos tenido que buscar una fecha nueva, no contaminada por nuestras lecturas divergentes del pasado. Es cierto que aquí no ha coincidido ninguna efeméride nacional destacada en días cercanos, pero basta con observar el lamentable espectáculo anual de los pitidos a los presidentes socialistas que bastantes asistentes dedican cada 12 de octubre, nuestra fiesta nacional, para saber que en nuestro país sería imposible trasladar la opción francesa.
Nuestra experiencia democrática es más reciente, y nuestra segunda mitad del siglo XX, más traumática. En otra de las fachadas del Palacio Real ante el que se ha realizado el homenaje, el viejo dictador pronunciaba sus discursos apolillados patrimonializando los símbolos y las fechas. La suspicacia de sus contrarios no es caprichosa, aunque pueda ser ya anacrónica, exagerada y, por supuesto, interesada. En su excepcional serie en podcast sobre el rey emérito X-Rey, los periodistas Álvaro de Cózar y Eva Lamarca narran las dificultades de Juan Carlos I y el presidente Adolfo Suárez para encontrar una fiesta nacional que sustituyera el Día de la Victoria, un día o un motivo capaz de unir a todos. Y en esas seguimos todavía, a diferencia de Francia y otros países.
Quizá sea ahí donde una monarquía parlamentaria renovada, contundente real y simbólicamente con lo peor de su pasado reciente, pueda realizar una función clave y congruente con su encargo constitucional, sin importar las filias y fobias con la institución o las preferencias por otro tipo de jefatura del Estado. Necesitamos nuevas fechas de unidad, y discursos abarcadores adaptados a nuestros tiempos y preocupaciones. ¿Quién dice que no se puede establecer un día como el de ayer, con el mismo u otros motivos igual de graves, una o dos veces al año? Como colofón, un buen discurso de homenaje del jefe del Estado podría haber tomado prestado el final de la adaptación de La guerra de los mundos, de H.G. Wells, que rodó Spielberg en 2005 y concluir, cambiando la cifra, que «mil millones de muertes hicieron al ser humano acreedor a su inmunidad, al derecho a sobrevivir entre los infinitos organismos de este planeta. Y ese derecho es nuestro ante todo adversario, pues el ser humano no vive, ni muere en vano». Tampoco las víctimas de la COVID. Que no se nos olvide cuando haya vacuna.