THE OBJECTIVE
José García Domínguez

El virus puede matar al euro

«Esta vez ha sido por el virus, pero, con virus o sin virus, jamás en la historia humana toda una moneda ha logrado sobrevivir demasiado tiempo sin contar con un Estado guardando sus espaldas»

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El virus puede matar al euro

Michael Probst | AP

Ámsterdam y Badajoz no pueden compartir una misma moneda. Es tan simple como eso. Todo el problema de Europa y sus cada vez más recurrentes crisis agónicas empieza y acaba ahí, en una imposible moneda común incapaz de ser común. El cuento moral tan caro siempre a los demagogos de surtido pelaje, ese que contrapone por rutina a las laboriosas, austeras y frugales hormiguitas luteranas del Norte con los manirrotos despilfarradores de un Sur bronceado, holgazán y macarra, es solo eso, un cuento. Pues no existe ninguna ley económica que establezca la imposibilidad metafísica de que Ámsterdam y Badajoz, Múnich y Atenas, también Nápoles y Estocolmo, converjan económicamente algún día, lo que querría significar que sus respectivas estructuras productivas resultarían, al fin, equiparables en términos de eficiencia técnica. El problema es que pueden transcurrir cien años hasta que tal cosa ocurra, si es que alguna vez ocurre. Cien años o más. Y mientras tanto, España, Italia o Grecia seguirán presentando un déficit comercial crónico, estructural, permanente, insalvable, humillante en el fondo, con Alemania, Holanda o Suecia. Tan es así que, de idéntico modo, tampoco Badajoz o Lugo podría compartir una misma unidad de cuenta, pongamos por caso una que se llamase peseta, con Barcelona, Madrid o Bilbao. Y sin embargo, nos consta fehacientemente que la compartieron durante casi dos siglos, hasta hace apenas un cuarto de hora. Una buena pregunta sería interrogarnos por qué aguantó a lo largo de casi ese par de centurias la que podríamos bautizar Zona Peseta y, en cambio, la Zona Euro semeja siempre un barco a punto de naufragar.

Una pregunta sencilla que acarrea una respuesta no menos sencilla, a saber: detrás de la peseta había un Estado; tras el euro, por el contrario, no hay nada, absolutamente nada, solo raudales de empalagosa retórica voluntarista. Los territorios, con independencia de que estén separados o no por barreras estatales, presentan niveles de desarrollo económico asimétricos que tienen su explicación última en muy complejas razones de orden histórico. Ocurre en todas partes. Y no constituye ninguna noticia de última hora. Es del dominio público. Consecuencia de ello, Cataluña siempre obtuvo un superávit comercial con Extremadura, igual que Madrid con, por ejemplo, Murcia. Pero, tal como se acaba de decir ahí arriba, los desajustes permanentes entre las balanzas comerciales de Cataluña y Extremadura, Madrid o Murcia nunca llevaron a que estallara la que hemos convenido en llamar Zona Peseta. Cataluña, pues, siempre presentaba un superávit y Extremadura, por su parte, también siempre un déficit. Y como eso era inviable a largo plazo, como se antoja radicalmente imposible que se sostuviera una situación tal de modo permanente, la única explicación a que nuestros padres, abuelos y bisabuelos guardaran rubias en sus bolsillos, y sin mayor preocupación por el asunto, nos remite a la intervención reequilibradora de ese Estado que, a diferencia del euro, sí poseyó la peseta durante toda su existencia. ¿Y qué hizo entonces el Estado para soldar la coexistencia bajo una misma divisa de regiones con niveles de desarrollo muy desiguales?

Por un lado, y como todos los Estados soberanos, permitió las migraciones interiores. Así, y durante casi cien años, hubo en España un flujo constante de personas desde las regiones deficitarias hacia las excedentarias. Y cuando esos trasiegos domésticos de población se quisieron frenar, la única manera políticamente viable para mantener a las poblaciones emisoras fijadas a sus territorios de origen fue a través de las transferencias fiscales entre las regiones ricas y las menos ricas, eso que tanto irrita a los nuestros holandeses con barretina. Igual ocurre, por lo demás, en todas partes. California, por ejemplo, paga en gran medida la factura del seguro de desempleo y de la medicina pública de Arizona. Si no lo hiciera, el dólar norteamericano ya no existiría a estas horas. Las tensiones interminables entre los socios de la Zona Euro, esa contienda ya institucionalizada entre el Norte y el Sur, no apela a una querella filosófica entre buenos solidarios y malos egoístas, sino a, en el fondo, una muy prosaica cuestión de escala técnica. Ocurre que la unificación monetaria empujó a las grandes empresas del Norte, desde siempre más eficientes y de mayor tamaño que las del Sur, a ampliar aún mucho más el tamaño de sus plantas productivas a fin de poder satisfacer a la nueva demanda. Una transformación que les hizo ganar todavía más productividad diferencial en relación a sus competidores del Sur. Lejos de orientarnos hacia la convergencia gradual, la implantación del euro tuvo como efecto casi inmediato justo el contrario, un progresivo distanciamiento entre Norte y Sur. Y, aunque parezca increíble, nadie en la cabina de mandos de Bruselas fue capaz de prever que eso era lo que iba a ocurrir. Ninguna. Y el euro no será la excepción.

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