Volver a Madrid
«Un nativo nunca podrá escribir una descripción acertada de su ciudad. Como mucho, escribirá unas memorias»
Con la frente no tan marchita y algunas canas plateando mi sien vuelvo a Madrid, la ciudad donde nací y crecí. Como en el tango de Gardel no quise el regreso, pero como en el poema de Neruda, tal vez lo quise. Digamos que tengo cierta curiosidad: han sido nueve años fuera. En épocas más remotas el tiempo corría tan despacio que hasta Ulises, que estuvo dos décadas de travesía lejos del hogar, pudo reconocer Ítaca desde la proa de su barco por la figura de un olivo que no había cambiado de sitio. Sospecho que a mi vuelta, yo sí encontraré algunas cosas cambiadas, pero dudo de que el cambio sea a peor. Madrid, a la que la geografía apartadiza y una política rabanera podrían haber condenado a su papel de astroso poblachón manchego, se ha transformado en las últimas décadas en una gran ciudad europea. Un desarrollo, dicho sea de paso, ocurrido durante el periodo de mayor descentralización política de España, hecho que no termina de cuadrar con las incansables letanías que prodigan las élites de otras latitudes que en el mismo periodo han preferido cultivar la nueva gleba de la identidad con el abono del resentimiento.
Pero basta que diga algo bueno de Madrid para que me entren ganas de contradecirme. Porque Madrid me gusta sobre todo cuando no se gusta y me gusta menos cuando también ella cae en el gustarse demasiado y en la presunción de que, si le van bien las cosas, es solo por méritos propios. De las ciudades, como de los países, se dicen muchas tonterías y a los rabdomantes de esencias les encanta atribuirles cualidades morales. Lo cierto es que toda ciudad, cuando es una gran ciudad, es un cúmulo de contradicciones: abierta y cerrada a la vez, cosmopolita y provinciana, orgullosa y dejada, hermosa y fea, ordenada y caótica, agradable y agobiante, amable y despiadada. Solo así, rebeldes a las definiciones, pueden las ciudades cumplir su cometido: alborotar las ideas, conmover los prejuicios, mezclar a las gentes, multiplicar las opciones, relajar los vínculos; ensanchar, en suma, las fronteras de la personalidad. Si Madrid es estupenda, es por lo que tiene de ciudad y no por lo que tenga de madrileño, asunto que cabe agotar en tres o cuatro tópicos de verdad exigua. Todas las ciudades son la misma ciudad si te permiten vivir con libertad. Por eso tiene razón Rafa Latorre cuando zanja la cuestión diciendo que a Madrid se viene a que te dejen en paz. Pero tampoco eso habría que repetirlo mucho y convertirlo en un timbre de orgullo: sería otra forma de dar la lata. Se sabe y punto.
Por lo demás, de la ciudad de la que se es nativo es imposible escribir con tiento. Como mucho, se escriben unas memorias. De mi ciudad recuerdo los cielos altos y los taxis de madrugada, raudos por puentes que han cumplido, parece, una vida útil que ya no tendrá más prórrogas. Para nosotros, en cambio, incipit vita nova.