THE OBJECTIVE
Lea Vélez

Lo que hemos olvidado

«Somos cócteles de escritura. Aquello que más admiramos, no sé, por ejemplo, la frase corta de Hemingway»

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Lo que hemos olvidado

Annie Spratt | Unsplash

Recuerdo el lugar en el que leí El Coronel no tiene quien le escriba. De un tirón. Fue en el sofá de pana azul azafata que tuvimos toda la vida en Madrid y que al fin acabó en mi cuarto de Toledo. Un visillo polvoriento se había desprendido de la ventana y el fantasma en el que se había convertido estaba sentado a mi lado, como una dama evaporada de la que solo quedaba la enagua. Escondida, yo leía constantemente en Toledo porque no había nada más que hacer, no tenía amigos para esos fines de semana en una ciudad de calor asfixiante o frío del que entrechoca los huesos. No podía tener más de quince o dieciséis. Recuerdo la tapa dura de una edición Club de Planeta. ¿Verde o amarilla? Puede que fuera azul. Hoy no recuerdo al coronel más que como el vago fantasma de un pariente que murió hace doscientos años, sentados los tres, El coronel, la enagua y yo, en el sofá azul azafata. El coronel no tiene quién le escriba me parecía y aún me parece el título más triste de la historia. Me parecía y aún me parece la emoción del libro entero concentrada en su tapa dura. No recuerdo absolutamente nada de ese libro y sin embargo, está en mí, en mi librería interior, la emoción densa y compleja que evocan esas breves palabras “el coronel no tiene quien le escriba”.

Mis lecturas ahora son sueños olvidados, los títulos, campanas y timbres que tocan emociones y despiertan un lenguaje interior de inspiración para mis escritos. Sueños olvidados, pero no perdidos, nunca perdidos. Sí recuerdo a Maupassant con mucha más nitidez, como un tío querido, mi tío de Francia, el que más, y al tiempo, las novelas del Coyote que fueron una fiebre adolescente fabulosa. Kundera, ¿qué recuerdo de aquella obsesión, de mi amor cuasi adolescente -aunque ya tenía más de diecinueve años- por su escritura? nada, sigo sin poder recordar más que retazos de ideas, levedades insoportables cargadas de una prosa adictiva. La insoportable levedad del ser. Pues no me hizo pensar ni nada ese título. Pensar y pensar y pensar, como si descifrarlo fuera el secreto del ser y el estar en esta vida. He olvidado todo el Kundera, pero no he olvidado sus enseñanzas, su forma de escribir, el placer de bañarme en ese río de palabras. Mi cuerpo no lo ha olvidado. El bueno de Milan es como un preceptor que vino a casa, a conversar conmigo mansamente durante años y todas sus novelas son una sola, indefinida pero genial, que dio forma a mi subconsciente.

Vivimos los libros cada uno a nuestra manera pero no los olvidamos, se instalan en nosotros. Yo, para mi familia, no he leído nada. Nada. Para mí misma, tampoco. ¿Lo que he leído lo he soñado? Ni siquiera yo pienso que he leído, porque para aprender algo de lo poco que sé, debo olvidar. Solo escribo lo que es mío y si recuerdo algo con total precisión, pues se muere la magia. No se puede escribir sin olvidarse hasta de uno mismo. A veces, somos lo que los demás creen que somos. Otras, somos otros.

Analizar esos otros que somos y esos otros que podemos ser puede ser genial para hacerse escritor, actor, pintor, artista. El talento a veces no es más que un truco para sacarse liebres del sombrero.

Somos cócteles de escritura. Aquello que más admiramos, no sé, por ejemplo, la frase corta de Hemingway, el rollo ese del iceberg o “the back story” como le llaman mis anglófonos hijos al pasado de un personaje, son cosas que no necesariamente aprendemos en una escuela de escritura, sino en una imitación inconsciente de lo que amamos. ¿Pero qué amamos? ¿Hacemos bien en amar lo que amamos o amamos chorradas? Normalmente, amamos lo que admiramos y admiramos aquello que ya ha sido encumbrado por otros, así que, menos mal, no suelen ser chorradas. Suelen ser cosas buenas, buenas, o libros y autores de mucho éxito. No son lo mismo, ojo, aunque a veces coinciden ambas cualidades. Rara vez descubrimos nosotros solos una voz nueva y original y secreta que nos vuelve del revés y nos inspira para iniciar una carrera literaria o para enriquecer nuestra forma de mirar el mundo y reflejarlo. Siempre hay un cúmulo de cosas, de libros, de autores y una selección que se basa en nuestro gusto, claro, pero que ya viene escogida por el gusto de toda una señora historia oficial de la literatura. Es importante, por eso, distinguir lo bueno de lo famoso si queremos escribir literatura enriquecida, distanciarnos del libro común, lugar común, novela de a pie. Copiar un libro de éxito no nos garantiza el éxito porque la mayoría de la gente copia libros de éxito y la mayoría de la gente que copia libros de éxito no tiene el más mínimo éxito. El arte de imitar el arte tiene mucho de imitar el arte olvidado, el arte que fue grande y ahora es inmortal y que en este momento preciso está lejos del modelo común de nuestros coetáneos. Si queremos escribir literatura que alimente y que nos alimente también al escribirla hay que entender qué nos inspira y cómo podemos fomentar esa inspiración añadiéndole voces a nuestra pequeña tropa de fantasmas interiores. Si amamos a un escritor simplemente comercial, pues bueno, porque lo comercial no tiene nada, absolutamente nada de malo y nos entretiene y nos fascina, está bien que seamos conscientes de que lo que nos enseñan sus novelas es solo un elemento literario, no la gama entera de los sueños necesarios para ser un grande. Para ser buen contador de historias, ni siquiera un buen contador de historias, conviene acudir frecuentemente al bebedero de narradores inmortales a llenarse de sueños, de fantasmas con enaguas y de olvido.

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