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Jóvenes sin mascarillas, pero también sin padres

«Los jóvenes infringen, es su trabajo. Un joven obediente no es joven. Lo que supone algo novedoso es la ausencia de los padres»

Opinión

Joan Mateu | AP

  • Jesús Montiel (Granada, 1984) es autor de cinco poemarios que le han valido distintos reconocimientos, entre los que destaca Memoria del pájaro, Premio Hiperión 2016. Ha traducido Resucitar y Prisionero en la cuna, de Christian Bobin, al que considera su maestro. Ha publicado también un libro de aforismos, Silencio casi (Trea, 2020) y siete de narrativa: Notas a pie de instante (Esdrújula, 2018), Sucederá la flor (Pre-Textos, 2018), El amén de los árboles (Esdrújula, 2019), Señor de las periferias (Pre-Textos, 2019), Casa de tinta (Hiperión, 2019), Lo que no se ve (Pre-Textos, 2020) y La última rosa (Pre-Textos, 2021).

No me pregunto por qué ese joven que disfruta en una discoteca no lleva puesta la mascarilla ni por qué no respeta la distancia social. Me pregunto dónde están sus padres. Por qué motivo se le entrega la noche y se le espera en casa con un pellizco en el estómago, o se le recoge de la calle borracho. Qué hace un niño de doce, trece, quince años, en un lugar lleno de alcohol y sin límites horarios, me pregunto. Los jóvenes no se ponen la mascarilla no porque no haya información o campañas suficientes sino porque no piensan en los demás, porque cuando uno es joven solo se ocupa de sí mismo. Los jóvenes infringen, es su trabajo. Un joven obediente no es joven. Lo que supone algo novedoso es la ausencia de los padres. Su total desaparición en el terreno restrictivo.

Esta orfandad espiritual que padecen los jóvenes actuales tiene ya, tendrá sus consecuencias. No han sido educados en el no. El límite no está en su agenda escolar porque la autoridad se ha demonizado. Nuestro siglo, en Occidente, es un siglo donde las fronteras familiares han sido diluidas por la sentimentalidad. De entrada, toda jerarquía es considerada absolutismo, la vulneración de unos derechos. En casa, en el colegio. Al niño de este siglo se le deja elegir, desde que pronuncia sus primeras palabras, con el falaz argumento de buscar la felicidad, como si un niño supiera lo que significa la palabra felicidad. Como si supiera lo que le conviene. ¿De verdad tiene discernimiento? ¿Es lo mejor dejarlo a su arbitrio? ¿Que obedezca sus impulsos, los caprichos que tuercen su voluntad a cada instante? Miro a mis hijos y mi respuesta es no. Rotundamente. No es bueno que esas muchachas de no más de doce años a las que vi ayer en una plaza tengan un iPhone en sus manos.

Vivimos en un mundo raro donde los padres obedecen a los hijos y donde los hijos viven haciéndose obedecer, convertidos sus caprichos en derechos indiscutibles. Los jóvenes han sido siempre, en cada generación, los peores jóvenes de la Historia. Lo novedoso, insisto, es que no haya nadie arriba, en la pirámide, la falta de una jerarquía necesaria. Por eso no me extraña que ese joven no lleve puesta la mascarilla ni respete las normas que dictamina el Ministerio de Sanidad. Los jóvenes que se desarrollan sin límites, sin una autoridad clara en sus casas, por regla general son narcisistas, incapaces de fracasar, adictos a sí mismos, y por supuesto despóticos. Sedientos de una estabilidad, con hambre de raíces. Entretanto sigue sin decrecer el número de suicidios, mucho más alarmante que el de las muertes causadas por este nuevo virus que ha puesto nerviosa a una sociedad que solo tiene como horizonte la supervivencia biológica.