Ni rastro de sus huellas
«Nuestro problema no es el virus, sino la respuesta que le damos: la solidez de las instituciones, la calidad de nuestras políticas, la fortaleza de las cuentas públicas y de la industria»
Después que Moisés y el pueblo de Israel cruzaran el mar Rojo, no quedó en la arena ni rastro de sus huellas, leemos en el salmo 77. ¿Fue olvido o un acto deliberado, persecución implacable de la historia o su reescritura sistemática? La respuesta pertenece al misterio de esos siglos oscuros que sólo conocemos bajo forma de mito.
Sin embargo, se diría que la política actual comparte esa pasión milenaria por borrar las huellas y negar que haya sucedido lo que realmente sucedió. Del adanismo como fórmula política con Zapatero hemos pasado al cultivo continuo de los marcos emocionales, con puntas de histerismo, sin que la verdad cuente ya mucho. La técnica de la evidencia ha servido también para dotar de algún apoyo numérico a lo que son en su mayoría prejuicios ideológicos o pensamientos sin raíces ni altura. Borrar las huellas sirve para defender hoy exactamente lo contrario que ayer, con todo el descaro y sin vergüenza alguna. Ya ni siquiera los datos –esos fósiles de la realidad– permiten desenmascarar la mentira travestida de supuesta verdad.
La realidad es que España ha atravesado el mar Rojo de la primavera de 2020 sin que haya aparecido ninguna tierra prometida. Al contrario, el coronavirus ha desnudado todas nuestras debilidades. La caída abrupta del PIB (más del 18% en cálculo trimestral), peor que Italia, peor que Alemania, peor que el Reino Unido y Estados Unidos, subraya no sólo la fragilidad de nuestra estructura productiva, sino también la pésima gestión de la pandemia: menos preparados que la mayoría de nuestros vecinos y víctimas de un confinamiento más largo y severo que el de los demás. Las trazas se eliminan y se homenajea en público a un gestor fracasado como Fernando Simón, mientras el desplome del PIB nacional augura una catástrofe económica con escasos precedentes. La anestesia de los fondos europeos actúa como una neblina que, en cierto modo, impide percibir con nitidez la magnitud de la tragedia que se avecina: el empobrecimiento brutal del país, el cierre de empresas, la ruptura de las elites con la ciudadanía, el paro masivo y de larga duración, la desmoralización que se adueña de las familias, el oscurecimiento del futuro, la tierra quemada que acompaña a la falta de esperanza. Enganchamos la primera ola con la segunda casi sin tiempo para respirar, inmersos en una burbuja propagandística que debería provocar sonrojo, que lo haría en cualquier democracia madura donde se tratara a sus ciudadanos como adultos racionales y no como adolescentes sin criterio. Al borrar las huellas de nuestros actos, se pretende negar la realidad y destruir sus efectos; pero ésta, al igual que las sombras freudianas, regresa con mayor crueldad cuando se la reprime. Se dirá –nos dirán– que nadie podía prever la Covid, y es así aunque de nuevo mientan para protegerse. Porque nuestro problema no es el virus, sino la respuesta que le damos: la solidez de las instituciones, la calidad de nuestras políticas, la fortaleza de las cuentas públicas y de la industria, el rigor del sistema educativo, la elevación de la prensa y así un largo etcétera. La pandemia es un gran reto –uno más entre otros muchos– que debemos afrontar. Y eso exige decir la verdad a los españoles, no borrar sus huellas ni negar la dura realidad que nos espera; no gobernando como si estuviéramos en una perpetua campaña electoral.