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José Carlos Llop

Ciudad y memoria

«Que no vengan ahora con el pasaporte de Marsé cuando nunca necesitó de pasaporte alguno para moverse por su ciudad y por el mundo»

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Ciudad y memoria

Manu Fernandez | AP

Hay un mapa novelesco de la Barcelona previa a las Olimpiadas —cuando sus fachadas eran grises, su luz cenital era gris y su perfume era de humo gris y electricidad, fábricas y metro— que le debemos a Juan Marsé y la deuda es tan grande como impagable. Le preceden Vida privada, de Josep Maria de Sagarra; La saga de los Rius —no una novela, sino una serie de ellas—, de Ignacio Agustí, y la suma de una y otras —la primera por inevitable, las segundas por genealogía— se encierra en La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza. Una y otras, insisto, forman el reverso —en el caso de Marsé— y el anverso de la ciudad burguesa; todas juntas nos dan una atmósfera balzaquiana de esa misma ciudad en un país sin Balzac.

Salvo en el caso de Vida privada, la lengua original del resto de novelas es el castellano, que es como llamamos al español en la periferia, sobre todo los que creemos que las demás lenguas peninsulares también son lenguas españolas, aunque nunca hagamos de eso un casus belli, ni la justificación de un fragmento de nuestras vidas. Un castellano meridional, ribereño, mediterráneo, salpicado y enriquecido por catalanismos, giros y modos callejeros —en el caso de Marsé— exclusivos de una Barcelona popular y mestiza. Suele ocurrir con aquellos que tenemos dos lenguas de nacimiento: que una y otra se fertilizan y existe una impureza —como en el amor— que es enriquecedora. Pensemos en el castellano de Cunqueiro, por ejemplo, o en el de Pla.

En Últimas tardes con Teresa, cada capítulo se abre con una cita: desde los Evangelios a Shakespeare; de una Historia del cine —la gran hermenéutica de Marsé— a Gil de Biedma; de la Información nacional bursátil a Baudelaire, Apollinaire o Rimbaud; de Lionel Trilling a san Juan de la Cruz… Hay más —tantas como capítulos—, pero entre ellas destaca una cita en catalán de Mallorca: Llorenç Villalonga. Siempre la he interpretado como una doble declaración, no de principios sino de afinidades de aquel que ha crecido entre dos lenguas. Por un lado la equiparación de lo mejor de la literatura catalana —hablo de narrativa— con la literatura universal. Por otro, el lógico reconocimiento a la novela en catalán que —excepción hecha del Tirant lo Blanc— más novela es: o Villalonga o Rodoreda, con Vida privada de Sagarra ahí detrás —lo mío sólo es una interpretación— y dejarse de otras tonterías.

Porque tonterías con Marsé las ha habido; suele haberlas con los autores catalanes que escriben en castellano y también con los que escriben en catalán pero no hacen bandera política de eso. Él fue ácido en algunas de sus descripciones de personajes de la política catalana; formaba parte de su sentido de la civilidad. Su definición de Artur Mas como un ‘madelman’ es impecable. ¿Quiere decir esto que fue un enemigo de la cultura catalana, como lo definieron los catalanistas más enragés? (La última agresión conocida fue pintarrajear sus libros con la palabra ‘botifler’ —equivalente a traidor— en una biblioteca pública). En absoluto: Marsé era catalán de Barcelona y formaba parte, por tanto, de la cultura catalana. Su obra está veteada de eso de arriba abajo y quien no quiera verlo es miope. Esto impide hacer una lectura antinacionalista de la obra de Marsé, pero también imposibilita hacerla desde la perspectiva nacionalista y este es un peligro que ocurre a veces cuando uno se muere: que aquellos que intentaban segar la hierba bajo tus pies son, ya difunto, tus amigos dispuestos a reinterpretar —o sea, maquillar— el cadáver.

Lo digo porque ha tardado poco en publicarse algún artículo reivindicándolo frente a una supuesta —y hasta donde sé, invisible— reivindicación españolista del escritor. No, miren: la condena de los escritores periféricos que no se suman al nacionalismo es que no les hagan mucho caso: unos por desconocimiento madrileño —que es una forma de desconocimiento— y otros por fastidiar al que se sale de madre. Pero que no vengan ahora con el pasaporte de Marsé cuando nunca necesitó de pasaporte alguno para moverse por su ciudad y por el mundo, donde su literatura —y su posicionamiento civil— han sido y son reconocidos por todos.

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