La República independiente de mi alma: manual de instrucciones
«Anticipa usted que, sobre todo, se le van a cruzar los cables con esa cuñada suya tan pretenciosa ella, tan bobamente monárquica»
Se apresta usted, amigo lector, a compartir con su familia extensa una tarde de sol, playa y chiringuito. Es altamente probable que los meandros de la charleta acaben desembocando en las presuntas trapacerías del rey emérito extrañamente extrañado. A usted le hierve la sangre, por supuesto. Porque esto se veía venir y todo el mundo calló, pero sobre todo porque –«a nivel de piel», le saldrá decir probablemente- usted no puede entender que la genética determine la ocupación de cargos públicos. Además, se le cruzan las imágenes de ese abanderado en la Puerta del Sol el 14 de abril de 1931 (se llamaba Pedro Mohíno); las canciones de la recopilación de Martín Patino; la resistencia asturiana en el Mazuco, Miguel Hernández, el exilio, el regreso, las discusiones del Comité Central, la claudicación de Carrillo, al cabo toda la épica recreada por los mayores, una nostalgia imposible, una irritación fundamentalmente impostada. De la I República española apenas si tiene noticias. Mejor siga sin ellas.
Anticipa usted que, sobre todo, se le van a cruzar los cables con esa cuñada suya tan pretenciosa ella, tan bobamente monárquica. Es su momento porque, piensa, la historia se suma a la razón para darle la ídem. Pero no se precipite. Es probable que sus intuiciones no acaben de empastar del todo con sus argumentos (sobre todo si son «a nivel de piel» porque entonces sencillamente dejan de ser razones atendibles como cuando proclamamos que es mejor el tinto de verano con limón que con casera). Es por ello por lo que me animo a proporcionarle el siguiente póker de pasos argumentales para que, ante la eventualidad de que se sienta impelido a enarbolar con fuerza la bandera republicana y subirse al techado del chiringuito cual Pedro Mohíno (por cierto, ¿sabía que fue fusilado en agosto del 36 por rebelión contra el gobierno de la República?), lo haga usted con la máxima solvencia. Como si le fuera el ensamblaje de la estantería Billy en ello.
1.- La monarquía es la institución que encarna la Jefatura del Estado. Olvídese de las personas concretas que la han ostentado: para todo Borbón borboneante su cuñada encontrará un Maduro o un Víctor Orban. Aplique lo mismo al costo de la institución.
2.- Si, como «le pide la piel» decir, la monarquía es una antigualla medieval, debe usted disponer de alguna respuesta para la pervivencia de los derechos históricos de los territorios forales en España. No le valdrá consignar el hecho de que figuran en la Disposición adicional primera de la Constitución española y que por tanto fueron aprobados por el pueblo cuando votó el referéndum de la Constitución. O mejor dicho, sí le valdrá si está dispuesto a pagar el alto precio de renunciar a uno de sus más entrañables razonamientos en contra de la monarquía en España: la trazabilidad directa de la institución con el designio de Franco en 1969. Su cuñada le recordará que las Constituciones se votan in toto y que a ella tampoco le gustan ni las autonomías ni el derecho a la negociación colectiva, ni la huelga, ni que el derecho de propiedad no figure en la lista de los derechos fundamentales dotados de la máxima protección.
3.- Si piensa que debe haber una Jefatura del Estado, piense por qué, pero, sobre todo, qué competencias habrá de tener y cuál ha de ser el procedimiento para su investidura. Póngase en «su» mejor –un Largo Caballero impidiendo una reforma laboral propiciada por un gobierno «neoliberal» que profundiza «en sus aspectos más lesivos»– pero también en su «peor» –un Fraga Iribarne vetando cualquier ley permisiva con la interrupción voluntaria del embarazo–. Esa estrategia maximin le instará, apuesto, a descartar el tipo de poder que tiene el presidente de la República en los Estados Unidos. Vetos, pues, no; aunque, recuerde, muchas repúblicas que quizá usted admira cuentan con instituciones más «contramayoritarias» –por disponer de la capacidad de anular leyes– que la propia institución monárquica. Piense en el papel reservado a tribunales constitucionales o cortes supremas. ¿Atribuiría al Jefe del Estado la capacidad de disolver las Cámaras y convocar elecciones? ¿Proponer candidatos para las altas magistraturas? Su espíritu republicano –por «democrático»– seguramente le inclinará a restringir al máximo esa dimensión estrictamente política de la jefatura del Estado. ¿Para qué entonces un Jefe del Estado?
4.- Amigo lector, republicano visceral: ¿es usted partidario de que el presidente de la República se elija por sufragio popular o tal vez prefiere que sean los representantes electos quienes lo designen? ¿Con qué mayoría? La primera opción tal vez haga que se proyecten sus peores presagios, el resultado de recordar que ni el procedimiento democrático, ni ningún otro, garantizan la justicia del resultado. El voto por mayoría de la ciudadanía es sin duda más legítimo, pero, de nuevo, piense en un Jesús Gil de presidente de la República por aplastante apoyo. El filtro de la designación parlamentaria puede evitar tal perversión populista, pero puede resultar igualmente paralizante sobre todo si exigimos, como refuerzo, una mayoría cualificada. ¿Qué razones le permiten a usted pensar que será más fácil que el Parlamento concuerde en quién será el Presidente de la República que la directora del ente Radio Televisión Española?
5.- ¿Y cómo se conforma la nómina de posibles candidatos? ¿Qué requisitos han de concurrir en su persona? Es probable que, destinado el jefe del Estado a jugar un papel «simbólico», de ser la «más alta representación del Estado» y sin apenas funciones políticas por razones de legitimidad democrática, piense usted en que su discreción y mesura será decisiva; también su proyección internacional, la dignidad con la que logra ejercer su función, su capacidad para la diplomacia al más alto nivel, para la influencia en los asuntos en los que el Estado se juegue cosas importantes con otros estados, para el trato con líderes mundiales de todo pelaje…
CODA: su cuñada acecha: ¿no es más probable que todo eso se logre con buen entrenamiento e instrucción desde la cuna? ¿No hay valor añadido en el hecho de que un linaje específico –un dato contingente, sin duda, carente de valor moral intrínseco pero adornado con la previsibilidad– otorgará estabilidad a la institución? ¿No es ello deseable si mantenemos el corazón democrático del resto de nuestro esquema institucional, allí donde más importa? Piénselo.