Hotel, dulce hotel
«Hemos sido durante unas breves horas rockeros canallas en el Château Marmont de Los Ángeles, espías de la Guerra Fría en el Adlon berlinés, guiris lost in traslation en el Park Hyatt de Tokio»
Bajo el título de Hotel, dulce hotel, Joaquín Sabina publicó en 1987 un álbum en el que reivindicaba la vida bohemia del cantautor posmoderno. «Si algún día grabo un disco en solitario, lo llamaré Pensión, puta pensión», me decía cuando éramos veinteañeros Josele Santiago, el líder de Los Enemigos, bromeando durante una gira sobre las malas condiciones en las que viajaban los músicos de nivel medio-bajo. Una década después, el trío madrileño se disolvió, pero Josele nunca puso tal título a su primer ensayo solista. Así son los artistas.
El gremio hotelero es el que de verdad las ha pasado canutas de marzo a esta parte. Si la peor consecuencia del paso del Covid-19 como un huracán –que diría Neil Young– por nuestro país ha sido el dolor de las familias y el elevado número de muertos, la segunda sin duda es el desplome anunciado de nuestra economía, ligado a la excesiva dependencia del sector turístico, con 70.000 millones de euros de cifra anual que representa un 6 % de nuestro PIB. Aquello que parecía una buena idea para reemplazar el liderazgo del ladrillo ha terminado siendo un lastre para mantenernos a flote y acaso un hándicap para la (futura) recuperación.
El batacazo hotelero ha sido, pues, monumental. Homérico en las proporciones, el fondo y la forma. Si nadie podía prever el desastre subsiguiente al estado de emergencia, pocos vaticinaban que la nueva normalidad nos traería esta desconfianza de unos países hacia otros, unida al temor a viajar y la sospecha de que el contagio nos aguarda detrás de cada puerta de alojamiento vacacional.
Los datos son escalofriantes: a comienzos de agosto sólo está abierto el 25% de los hoteles españoles, esto es, entre 4.500 y 5.000 de los 16.000 establecimientos censados. Apenas se han ocupado 300.000 plazas de las 1,8 millones que había disponibles otros años, mientras que las grandes cadenas registran pérdidas históricas y en el sector se habla ya de un desempleo directo e indirecto que, al final de la temporada, puede ascender a 1,5 millones de puestos.
Si las poblaciones costeras todavía salvan algo los muebles gracias al turismo nacional, en ciudades como Madrid y Barcelona hay cinco estrellas icónicos que aún tienen a sus empleados en Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) sin atreverse a reabrir ante la amenaza de un nuevo rebrote. Y nadie espera que la actividad se recupere antes de la Semana Santa de 2021.
Échenle la culpa a los vetos que algunos países están imponiendo a España, empezando por el Reino Unido, nuestra principal fuente de visitantes foráneos con 18 de los 84 millones que recibió la piel de toro el pasado año. Y, tras los británicos, han puesto pegas para la movilidad de sus ciudadanos los gobernantes alemanes, holandeses, belgas… El otro día leí que el turismo celtíbero estaba perdiendo, debido a la pandemia, unos ingresos de 5.000 millones de euros diarios. Cifras que dan escalofríos.
Si las aerolíneas siguen funcionando a medio gas y los operadores internacionales ya no saben cómo vender, muchos de nuestros hoteles sólo pueden aferrarse a los ERTE hasta el 30 de septiembre, con la esperanza de que el ejecutivo los alargue hasta fin de año y que al menos un 20% de los 140.000 millones de fondos de reconstrucción que ha prometido la Unión Europea se destinen al tejido empresarial turístico.
Sin embargo, los hoteleros no tienen la culpa de nada. Muy al contrario, algunos de ellos han jugado un papel muy meritorio durante los meses más heavies de la cuarentena, ya sea alojando al personal médico o reconvirtiendo provisionalmente sus establecimientos en residencias medicalizadas para pacientes. Así que, ahora que el calor aprieta en la gran ciudad y no parece sensato subirse a un avión ni cruzar fronteras en coche, parece llegada la hora de abandonar la reclusión hogareña –con las debidas precauciones– para apoyar a los compatriotas que más lo necesitan: los hoteles y restaurantes.
Y hablando de los primeros, ¿cuántos recuerdos personales, buenos o malos, asociamos a nuestra estancia en algún hotel? ¿Cuántos sueños y mitomanía hemos relacionado con tal o cual cartel luminoso que aparecía en un libro, una película o una canción?
El cine, la literatura o los reportajes de lifestyle en revistas de papel couché nos han llenado la cabeza de las vivencias de otros que, quizá algún día, con suerte, experimentemos en carne propia. Cuenta Arturo Pérez-Reverte, en su novela Hombres buenos (2015), que “hay un ejercicio fascinante, a medio camino entre la literatura y la vida: visitar lugares leídos en libros y proyectar en ellos las historias reales o imaginadas, los personajes auténticos o de ficción que en otro tiempo los poblaron. Ciudades, hoteles, paisajes, adquieren un carácter singular cuando alguien se acerca a ellos con lecturas previas en la cabeza”.
Hemos conocido así el Shepheard’s de El Cairo a través de los escritos de Evelyn Waugh. O el Strand de Rangún de la mano de Joseph Conrad. O el Continental de Saigón gracias a Graham Greene. O el Palacio dos Seteais en Sintra persiguiendo el fantasma de Lord Byron.
«Gran parte de la historia inmediata y urgente del mundo se ha escrito en los hoteles», explica Manuel Leguineche en el prólogo de su imprescindible libro Hotel Nirvana (1999), donde relata sus experiencias como huésped de establecimientos más o menos legendarios del Viejo Continente.
Quizá fue Rudyard Kipling quien nos llevó hasta el Raffles de Singapur para descubrir, en su legendario bar, que el cóctel emblemático de la casa, llamado Singapore Sling, es un bebedizo de poco interés tirando a dulzón. O Agatha Christie quien nos contagió las ganas de almorzar en en el decadente Pera Palas de Estambul, un menú de cocina viejuna sin un atisbo de sabores otomanos.
El neoyorquino Algonquin, en cambio, no nos defraudó en absoluto y sigue albergando en su comedor esa mesa redonda que acogía, en los años 20, a Dorothy Parker y su autodenominado círculo vicioso, con aquellas fascinantes tertulias que mezclaban literatura de vanguardia y cotilleo local. Como tampoco lo hizo el Chelsea Hotel a pocas cuadras de allí, salvo que al ocupar nuestra desvencijada habitación no tuvimos ansias de emular artísticamente a Dylan Thomas, Leonard Cohen o Patti Smith –lo de Sid Vicious era implanteable–, sino que nos entraron unas inesperadas ganas de renovar nuestros votos maritales.
Hemos sido durante unas breves horas rockeros canallas en el Château Marmont de Los Ángeles, espías de la Guerra Fría en el Adlon berlinés, guiris lost in traslation en el Park Hyatt de Tokio, atracadores chic de casino en el Bellagio de Las Vegas y novelistas en busca de inspiración en la Locanda Cipriani veneciana. Hemos dormido en suites dignas de James Bond, pero también en cuchitriles parecidos al de Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock.
Entre las Crónicas de Motel (1982) de Sam Shepard y El Gran Hotel Budapest (2014) de Wes Anderson, ha fluctuado nuestra iconografía cultureta finisecular, sin olvidar los amores tortuosos de Portero de noche (1974) de Liliana Cavani, la poesía visual de James Avory al retratar Florencia –y, de paso, el Hotel degli Orafli– en Una habitación con vistas (1985) o el miedo escénico de Jack Nicholson en el Timberline Lodge de Oregón durante el rodaje de El resplandor (1980).
Los hoteles, moteles, paradores, hostales, albergues, fondas, pensiones y demás hospedajes forman parte de nuestras experiencias vividas, leídas o apenas presentidas. Y es tal el poso que han dejado en muchos de nosotros que, para honrar su vocación de servicio y de acoger día y noche a los viajeros más inesperados, les he dedicado esta playlist personal, donde se mezclan bandas reconocidas con solistas malditos y flota un aire de relatos autobiográficos esbozados en noches en vela, con regusto a soledad pero no a derrota.
Ahora que sé que mi segunda residencia no estará disponible en agosto debido al retraso en una reforma, voy a buscarme un hotel simpático en algún rincón perdido de la piel de toro para abandonarme a la molicie –que diría mi amigo Agulló– durante mis bien ganadas vacaciones. Y que mi estancia, serena y contemplativa, sea principio y final, la trama principal de la aventura. Acaso algo digno de recordar o de poner en una canción.