La fama alcanzable
«La fama es un tema enorme, un asunto extraño, una frontera narrativa. No se ven igual las cosas desde aquel lado de la fama, desde el mundo del famoso»
Corre por las redes un juego. Hay que escribir cinco personas famosas que hayas conocido, o de las que hayas estado cerca. Una de ellas es mentira y tus amigos deben adivinar cuál. Dentro de la bobada que son estas cosas, el juego tiene su aquel o quizá es que yo a todo juego le saco su jugo.
Se me ocurrió pensar en qué famosos había conocido yo y de ahí pasé a pensar en la fama y de la fama a la ficción, que es lo mío, claro.
La fama es un tema enorme, un asunto extraño, una frontera narrativa. No se ven igual las cosas desde aquel lado de la fama, desde el mundo del famoso, la vida, el amor de los demás. Los ojos del famoso, del muy famoso, ven comportamientos en la gente muy diferentes a los que vemos los demás porque la gente no se comporta con los famosos estratosféricos igual que en la vida terrestre. Se imposta el gesto, se finge naturalidad, la naturalidad salta por el balcón, etc. Hay quien se comporta con un famoso, o una persona de relevancia social, de una manera distinta a como se comportaría con cualquiera por afán de trepar o por afán de sentirse especial. Esto es también una cultura y un canon en el que nos hemos criado. El famoso lleva halo y ser famoso abre puertas.
Las abre, las del dinero en muchos casos, aunque es la pescadilla que se muerde la cola.
Morir de éxito es también cosa a veces de la fama. Sin la fama que tuvo, es posible que Marilyn no hubiera muerto tan joven y se hubiera elevado a mito imborrable. Pero sin la fama que tuvo, ¿habría sido incluso fugazmente feliz? ¿Es mejor ser infeliz y anónimo o famoso e infeliz? Infeliz es la clave aquí. ¿Y cómo era su fama, adquirida gracias a un personaje de voz susurrante que construyó con tesón para disimularse a sí misma? ¿La devoró el personaje? Ella no se amaba. No se quería. Creó un personaje al que poder adorar, pero los personajes pueden devorar e irse de las manos de la forma más sorprendente. Qué frágil, qué dependiente, qué voluble, qué belleza del misterio, de la inocencia. Las cejas de Marilyn me producen placer irracional solo de pensar en ellas.
La fama crea personajes fascinantes porque está construida sobre fetiches y ficciones propias y ajenas. La fama crea aberraciones como los iconos que a su vez crean un monstruo mayor y diferente. Cada vez que veo la cara de Frida Khalo estampada en un cojín me pregunto ¿Qué pensaría la pobre Frida Khalo de verse estampada en cojines, camisetas, bragas y bolsas de la compra? ¿No es el fin del propio ser el ser tanto sin ser nada más que un objeto? ¿No le robarán su alma a los seres más bellos esas estampas de santos modernos? O a lo mejor no eran nada bellos y nos los hemos inventado completamente.
¿Por qué necesitamos estampitas de nuestros santos? ¿Para aspirar a ser así? Nos aferramos al fetiche, nos aferramos. El fetiche talismán nos hace sentir que somos parte de esa imagen, que somos de una forma extraña, la imagen, la voz susurrante y vivimos a la sombra de la adoración tiñéndonos de rubias platino sin saber a quién deseamos parecernos.
El culto a la fama ha creado una obsesión por alcanzarla a toda costa de la forma que sea. Influencers, youtubers, actrices, periodistas… Hay una necesidad de fama, que quizá siempre hubo, pero nunca fue tan fácil alcanzarla. Tampoco fue tan fácil que nos destruya, porque destruir al famoso, hacerlo cachitos, es la parte terrible contra la que lucha, cada día, la fama en esas redes capaces de linchar a cualquiera. Y para huir de esa destrucción, el famoso se aísla, se rodea, en algunos casos, de normalidad ficticia.
Nunca fue tan fácil que la propia fama dependiera de uno mismo y una cámara en el móvil, por ejemplo. Desgraciadamente, nunca fue tan fácil que la fama te destruya.
¿Qué se siente siendo alguien sobre quien se posan todas, absolutamente todas las miradas? incluso las que disimulan por no mirar se posan como en negativo, no mirando a la fuerza.
Reflexionando sobre el juego, recordé qué personajes había conocido yo en plan: “Dios mío, me acabo de cruzar con fulanito”. No me venía nadie a la cabeza y entonces, recordé los días en que siendo niña, al salir de entrenar a natación me cruzaba en la puerta de los vestuarios de la piscina cubierta con el Príncipe Felipe también niño, que en aquellos años, era como cruzarse con un príncipe de Walt Disney materializado y ahora me río pensando que nada me puede interesar menos que un príncipe o incluso un rey.
Iba con un guardaespaldas y recuerdo que reflexioné sobre la idea que tenemos de una persona pública cayendo en la cuenta de que no solo viven en los actos oficiales y los retratos y los posados de Mallorca. Ese niño, casi adolescente, tenía mi misma edad e iba a la piscina, como yo, a aprender a nadar con buen estilo. Me daba pena que tuviera que entrar a hacer deporte a esas horas tan tardías.
Ese niño ya era un rey en el futuro y yo lo era todo porque no tenía escrito el futuro. Él ya era lo que es y sabía lo que sería y no sé si es capaz de recordar su infancia como algo que no fuera la antesala de hoy.
Y hoy es un icono de los que sí y de los que no, un debate eterno, una ficción sobre la que todo se sustenta, todo eso que hemos construido y todo lo nuevo o distinto que queramos construir, porque un rey no es un hombre, es un concepto. Es posible que sea una gran persona o todo lo contrario, imposible averiguarlo sin destruir la ficción que lo mantiene a la cabeza del estado pues toda historia que se disecciona se destruye.
Yo lo miro desde este juego, cuando era un niño que nadaba, y recuerdo que parecía solo y cansado.