Ciudades
«No veo belleza en la fantasmagoría de una ciudad vacía, por limpio que esté su aire y por mucho que trasluzca el agua de sus ríos, como no veo belleza en la luz glacial de los cadáveres.»
Desde que comenzó la pandemia, o desde que nos enteramos de que nos había superado, los predicadores insisten en que veamos este revés del destino como un correctivo moral. Las plagas bíblicas, ya saben, que vienen a castigar nuestros excesos y carencias: consumíamos mucho, meditábamos poco y, claro, los dioses se vengan. Al grupo de predicadores se sumó pronto otro menos místico, pero no menos irritante: aquellos que sin hacer una interpretación talmúdica de la pandemia han sido felices en el confinamiento; no porque disfrutaran estando en casa, sino porque les gustaba pasear por ciudades vacías. Muchos compartían, admirados, fotos de París, Venecia o Madrid sin vehículos ni transeúntes, liberadas de la suciedad de los humanos, y reclamaban que tomáramos nota: otra ciudad es posible, venían a decirnos. Para este grupo de bienintencionados, en las ciudades siempre sobra gente; ya es casualidad que nunca sean ellos.
Por mi parte, no veo belleza en la fantasmagoría de una ciudad vacía, por limpio que esté su aire y por mucho que trasluzca el agua de sus ríos, como no veo belleza en la luz glacial de los cadáveres. Quienes de una ciudad sólo admiran las postales, no puede decirse que adoren la ciudad. No lo juzgo, pues algo parecido nos sucede a los urbanitas que vamos al campo dos veces al año: nos gustan los árboles y las chimeneas, pero queremos estar lejos del estiércol. Sin embargo, yo echo mucho de menos la ciudad, impúdica y caótica, y las muchas vidas que me ha dado.
Los amigos compasivos y los neurocientíficos intentan consolar a quienes somos capaces de ir a llorar a cualquier rincón de nuestra autobiografía. Nos repiten eso de que la nostalgia es una ficción, pues somos capaces de añorar momentos en los que en realidad no fuimos felices, e incluso que no hemos vivido. Pero les aseguro que esta vez no es caso; la nostalgia es más real que nunca. No añoro paraísos perdidos, sino una manera de vivir la ciudad, de estar en el mundo, que ahora parece lejana, inalcanzable. Extraño manosear los libros, palpar la fruta, fumar en grupo, compartir comida, ir al cine. Extraño el ruido y la suciedad ambiental de los humanos.
Me escribe una amiga de Nueva York: su barrio, dice, es un escenario distópico. Las tiendas que cerraron no han reabierto, los hoteles son ahora albergues para los sin techo, la mayoría adictos y enfermos mentales sin acceso a sanidad ni a programas de desintoxicación. Nadie sale a la calle, ¿para qué? No hay conciertos, exposiciones, ni comercio. Los restaurantes sólo ofrecen asiento en calurosas terrazas o comida para llevar. Los colegios y universidades no abrirán hasta el próximo año, y sin su vitalidad la ciudad se ralentiza hasta la decrepitud. Muchos vecinos se han ido a las afueras, temerosos del efecto que pudiera tener este ambiente en sus hijos. En las reuniones de departamento algunos profesores reclaman que se facilite el parking, porque no pueden perder horas en el transporte público, ahora que viven extramuros. Mi amiga no lo entiende. Más que nunca, dice, la ciudad nos necesita.