Un brote de pánico
«Ciñéndose a la ley del género, A propósito de nada es un ajuste de cuentas, en este caso con Mia Farrow, precursora del catecismo pro cancelación»
Las memorias de Woody Allen son un soberbio prontuario de su filmografía, al punto que es difícil resistirse a la tentación de alternar su lectura con la revisitación (discúlpenme la babeliada) de algunas de sus películas, empezando por Bananas, esa entrañable chaladura en la que el sueño cheguevariano que alimentó a tantas generaciones de izquierdistas termina hecho jirones, y en la que ya aletea la vocación iconoclasta, casi contracultural, de este liberal a fuer de neoyorquino.
Ciñéndose a la ley del género, A propósito de nada es un ajuste de cuentas, en este caso con Mia Farrow, precursora del catecismo pro cancelación, y a la que Allen recibe en el libro con una majestuosa reflexión acerca de las sinrazones del amor, una letanía en la que va ensartando el ‘cómo pude’ a modo de mea culpa, y donde opone la ofuscación del flechazo a las numerosas evidencias de que Farrow era exactamente lo que parecía: una jodida chiflada que tenía como hobby la adopción en serie de churumbeles, signaling virtue avant la lettre que practicaba con la fruición y el desahogo que le permitía el dinero de Allen. ¿Sabían, por cierto, que Allen y Farrow jamás llegaron a convivir, y que Allen no ejerció jamás de padre de Soon Yi?
Honestamente, yo no tenía ni idea, y mucho me temo que, por limitarnos a España, solo Rosa Belmonte estuviera al cabo del goteo de insidias a que dio lugar el relato oficial, orquestado sobre todo por el New York Times, al que el protagonista reserva la que su más doliente diatriba.
Con todo, la de Farrow es la parte menos afortunada del libro. Se trata, sin duda, de la más nutritiva, pero en lo estilístico supone una quiebra de la hilarante stand up comedy que es A propósito…, y que en algunos pasajes bordea, conforme a la vieja fascinación de Allen por la magia, un número magistral de prestidigitación. El modo despreocupado, casi cachazudo, con que, por ejemplo, trata de deshacer algunos de los malentendidos que se han adherido a su biografía, ¿es un alarde de descarnada franqueza o una risueña expresión de coquetería? Probablemente haya algo de ambas. Véase, en este sentido, el que a mi juicio constituye el desmentido seminal:
“Me asombra cuántas veces me describen como ‘un intelectual’. […] Iletrado y sin ningún interés en nada académico, cuando crecí era el prototipo del vago que pasa el tiempo sentado delante de la tele, cerveza en mano, con el partido de fútbol americano a toda pastilla y el póster central desplegable de Playboy pegado en la pared con cinta adhesiva […] No tengo ideas profundas ni pensamientos elevados, ni entiendo la mayoría de los poemas que no empiezan con ‘Las rosas son rojas, las violetas son azules’. Lo que sí poseo, sin embargo, es un par de gafas de montura negra, y yo sugiero que este atributo es el que, sumado a un don para apropiarme de citas tomadas de fuentes eruditas demasiado complejas para que yo pueda entenderlas, pero que puedo emplear en mi trabajo para dar la engañosa impresión de que sé más de lo que realmente sé, mantiene a flote mi cuento de hadas.”
Pero de lo que quería hablarles, en realidad, es de Cataluña. Verán, A propósito… es una romería de individuos que han dejado huella en la vida de Allen. Dado que el suyo es un monólogo a borbotones, la información no está dosificada con arreglo a jerarquía alguna. En otras palabras: por el libro desfila todo pichichi, por insignificante o marginal que haya sido el roce con el autor. Ante semejante torrentera, cabría esperar que Jaume Roures, que se ha vanagloriado en infinidad de ocasiones de ser íntimo de Allen, tuviera un hueco en el fragmento dedicado a ese infame borrón que es Vicky Cristina Barcelona. Nada. Ni una mísera mención, y ello en una obra, insisto, en que aparecen cientos, si no miles, de nombres propios.
Hay algo más, y nadie como el propio Allen para contarlo:
“Visité Oviedo por primera vez cuando me informaron de que había sido galardonado con el Premio Príncipe de Asturias. Yo lo rechacé […] porque jamás acepto ningún galardón cuya concesión depende de que yo esté presente en el acto. […] De pronto me llama el distribuidor de nuestra película en España con un brote de pánico. No puedo rechazar ese premio. Es el más importante de España, es enorme en toda Europa. Lo entregan el príncipe y la reina. Es como el Nobel para ellos”.
¡Un brote de pánico, el independentista!