THE OBJECTIVE
Cristina Casabón

Las ideas propias

«El conocimiento es un laberinto complejo, lleno de trampas (las ideas fijas, el pensamiento estereotipado y los argumentos partidistas son algunas de ellas) que hay que ir sorteando»

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Las ideas propias

Blaz Photo | Unsplash

Hace años un amigo me dijo que “hay que leer novelas”; hablábamos acerca de algún libro de Kundera esa misma noche, que casualmente los dos habíamos leído. Las buenas novelas y, en general, la alta literatura, puede abrir la mente y paliar una patología particularmente prevalente en la modernidad: nuestra extrema impaciencia con el proceso dinámico de adquirir conocimiento, como si fuera un objeto estático, en lugar de una experiencia, un proceso de aprendizaje y de comprensión, incluso de interiorización. Buscamos el camino fácil, atajos que comprimen ideas complejas en citas y explicaciones de dos minutos, sin entender apenas a los autores que leemos.

Decía George Steiner que “hay más profundidad humana en Homero, Shakespeare o Dostoievski que en la totalidad de la neurología o de la estadística. Ningún descubrimiento de la genética mengua o sobrepasa lo que Proust sabía acerca del hechizo y las obsesiones (…); ninguna sociometría de los motivos o las tácticas políticas puede competir con Stendhal”. Hablamos, en todos estos casos de autores que han sabido plasmar en sus obras la complejidad de las personas y del pensamiento. Su lectura es lo más parecido a la experiencia directa de las cosas y lo más alejado a las limitaciones del pensamiento dogmático. Cuando más compleja, profunda o inmensa es la novela literaria, más se confirma la teoría de que el conocimiento es un laberinto complejo, lleno de trampas (las ideas fijas, el pensamiento estereotipado y los argumentos partidistas son algunas de ellas) que hay que ir sorteando.

La verdadera comprensión requiere que derribemos lo familiar y dejemos de aferrarnos a las ideas fijas de nuestras opiniones. Esta concepción errónea del conocimiento es uno de los problemas que tenemos que superar en el debate público de ideas para no vernos atrapados en dinámicas identitarias y en un clima de opinión cada vez más polarizado y limitante. La literatura, como el arte y el pensamiento humanista son algunos antídotos para romper los grilletes del pensamiento partidista o moral. En Imitación del hombre, Ferran Toutain dedica la tercera parte del libro a analizar la difusión mimética de las ideologías. El autor cree que la opinión se ha convertido en un “aval de la identidad”; y “el objetivo que se persigue no es llegar a un mayor conocimiento de las cosas, sino agarrarse a una posición que se ha elegido como propia y estar dispuesto a proteger su pureza, como en todo litigio de honor”.

Toutain dice que “las ideas propias son el resultado de un ejercicio intelectual que no todo el mundo está en condiciones o en disposición de practicar”, mientras que las “creencias que conocemos como ideas colectivas, corrientes de opinión (…) no son productos intelectuales, son simples marcas identitarias”. El populismo identitario fabrica un discurso caracterizado por estos esquemas de pensamiento: antipluralismo de opiniones (que implica falta de ideas propias y asimilación de “creencias” o ideas colectivas) y pluralismo artificial de identidades que se asemeja más a la imitación de una determinada estética.

Nuestra concepción errónea del conocimiento como un objeto estático también implica actitudes colectivas de incitación a la censura y el linchamiento del que piensa diferente. Ahora, son los propios ciudadanos de las democracias liberales los que promueven la censura de contenidos, defienden la prohibición de pensar o hablar públicamente fuera de lo políticamente correcto, o recurren a la caricaturización del rival político para reafirmar creencias y prejuicios asentados en el ideario de un colectivo. Esto ocurre porque el concepto de democracia del populismo identitario no es el liberal; el populista detesta el pluralismo valorativo e ideológico. La filiación ideológica ya no depende de la conciencia de clase o los intereses materiales, sino de la identidad colectiva que adoptamos, y este proceso de imitación de las identidades va ligado a un pensamiento dogmático, estático y conceptual.

Esta forma de pensar es lo contrario a la tradición humanista y literaria; ya escribió Orwell en su ensayo Lear, Shakespeare y el bufón que lo que separa a Shakespeare de la tradición religiosa es su perspectiva humanista. Toutain realiza un paralelismo entre esta tradición religiosa con el mimetismo ideológico que hoy profesan “aquellos que ponen sus convicciones por delante de las dinámicas internas de los hechos que se pretenden juzgar”, y afirma que “esa es la misma diferencia que separa a Shakespeare de los críticos posmodernos, que no pueden reproducir la vida humana o las ideas en toda su complejidad”.

Si la dinámica de hoy es encasillar a las personas en ideologías, caricaturizarlas y reproducir el drama identitario (que puede adoptar diversas formas, desde chapas moralizantes y discursos victimistas, hasta causas supuestamente humanitarias) nos alejaremos cada vez más de la literatura para adentrarnos en el adoctrinamiento y el partidismo ideológico o moral. El líder populista que adopta estas dinámicas solo aporta mayor rigidez al pensamiento y al debate público; quizás deberían dejar de ver tantas series de Netflix y coger un buen libro.

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