Hay más antimonárquicos que republicanos
«Somos el único país de Europa que después de cada una de ellas ha vuelto a la monarquía, quizás porque entre nosotros el régimen monárquico ha sido más inclusivo que el republicano»
Las actuales monarquías europeas son, de hecho, poliarquías democráticas. «Arqué» significaba en griego poder, autoridad, dignidad y fundamento. En las monarquías tradicionales todo el arqué estaba corporeizado en la corona. En las modernas poliarquías la soberanía, que formalmente detenta el pueblo, está repartida en su ejercicio entre diferentes instituciones, en busca de un equilibrio constitucional en el que al rey le corresponde, básicamente, la representación de la dignidad del régimen.
A nadie debería sorprender, pues, que a quien asume esta importantísima función de representación se le exija un comportamiento modélico, sin duda superior al que la inmensa mayoría de los representados llevan cotidianamente. La monarquía debería apreciar esta exigencia como una muestra de su valor, teniendo muy claro que nunca podrá ya confiar en la discreción de sus ayudantes de cámara. Hoy el principal ayudante de cámara es el periodista, un indiscreto profesional.
En 1869 Sagasta, siendo ministro de la gobernación, recibió un paquete de cartas. Tomo una al azar y comenzó a leerla. No llegó al final. «Esto no tiene importancia», dijo, «son cartas de amor escritas por una mujer apasionada». Rehízo el legajo y ordenó a un hombre de confianza que las entregara directamente a la persona que las había escrito, la Reina de los tristes destinos. Hoy las cartas las recibiría un periodista.
No sé si Sagasta en aquel momento ya estaba comenzando a sospechar que para que una república se asiente se necesita algo más que exiliar a un rey: se necesitan republicanos generosos, y esto es lo más difícil de conseguir. Así lo reconoció Castelar en un discurso que pronunció el 3 de mayo de 1899: «Jóvenes, oíd a un viejo a quien oían los viejos cuando era joven. Desechad toda idea de fundar una República con los republicanos solos, y para los republicanos solos».
No le hicimos caso. En la Segunda república fue manifiesta la incapacidad de las izquierdas para construir un proyecto republicano aglutinante, genuinamente republicano, en el que nadie se sintiera intimidado. Bien podríamos decir que el fracaso de la Segunda república fue el fracaso del proyecto que Alcalá Zamora formuló en 1930: conseguir «una república viable, gubernamental, conservadora, con el consiguiente desplazamiento hacia ella de las fuerzas gubernamentales de la mesocracia y de la intelectualidad española», frente a «una república convulsiva, epiléptica, llena de entusiasmo, de idealidad, mas falta de razón». En 1930 Alcalá Zamora sabía que no sería viable una república en la que él fuese la derecha, sino una república en la que, en todo caso, él ocupara el centro.
Maurín, en un artículo titulado ‘Don Fernando de los Ríos’, aparecido el 14 de julio de 1949 en El Socialista, sostenía que «a la caída de la República contribuyó en gran medida la falta de un fuerte partido republicano de derecha, que contrapesando adecuadamente a la izquierda, ayudara a establecer el equilibrio de las instituciones republicanas. La elección de Azaña, el segundo presidente, fue igualmente otro error político por toda una serie de razones».
Nos siguen faltando -y hoy nos faltan más que ayer- políticos decididos a ensanchar, como decía Maura, la conformidad constitucional entre los partidos y evitar la instauración de una especie de Estado constituyente permanente. Me temo que hoy también hay entre nosotros más antimonárquicos que republicanos.
Con respecto a Juan Carlos, sólo diré que a ningún ídolo le gusta contemplar el escultor que lo ha forjado. El ídolo de la democracia española parece haberse cansado de todos sus escultores, movido por una creciente tendencia a confundir la política con una moralidad estrecha que ignora que en materia de política extranjera las naciones no tienen prójimo, en materia de política interior la prudencia aconseja siempre no despertar a los perros dormidos y, en cuestiones constitucionales, la ley no es sólo la expresión coyuntural de una voluntad mayoritaria, es -o debiera ser principalmente- una instancia educadora de voluntades.
Hemos tenido dos repúblicas. Somos el único país de Europa que después de cada una de ellas ha vuelto a la monarquía, quizás porque entre nosotros el régimen monárquico ha sido más inclusivo que el republicano. Ha sido mucho más fácil manifestarse públicamente como republicano con la monarquía que como monárquico con la república.