El patio
«El tan improvisado como apresurado comienzo de curso frente a la pandemia es una demostración de lo poco que importa la educación»
Leyenda negra o pulsión tan irremediable como el destino en los clásicos, el pesimismo español es una epidemia que arranca en el XVII, navega en la Armada Invencible y la Leyenda Negra y no para hasta el poema De vita beata, de Gil de Biedma (lema de barra de madrugada con Fray Luis de León detrás), pasando por otra flota, la encallada en el espíritu fatalista de la Generación del 98 con los cascos llenos de mejillones y corales y las sentinas de aire pútrido. ¿Es eso azar, maldición genética o perpetuo mal de ojo, herencia de los siglos islámicos? Uno tiene la creencia –quizá equivocada– de que es mala educación, como lo es la cultura de la queja, el lloriqueo victimista y la reivindicación del oprimido imaginario (en este último caso nuestro Molière está en Els Joglars).
Pero he dicho mala educación y no me refería a groserías y pantomimas de niño bruto o mimado, sino a su formulación social: la formación académica, la de colegios e institutos, no la que se establece en la propia familia, aunque ésta sea primordial. ¿Qué ha pasado con la educación en este país, que es la eterna asignatura pendiente? ¿Por qué –al menos en lo que se llama Humanidades– un alumno de mi generación, o de la de nuestros padres, salía mejor formado del bachillerato (y sus dos reválidas) que ahora de la universidad? ¿Qué ocurre que nos encandila la sintaxis de los jóvenes estudiantes franceses y seguimos sin entender lo que es Eton y por eso nos deslumbra, o se rechaza desde el prejuicio?
Hace muchos años, en los principios de la LOGSE, y estando en una cena que se celebraba en un centro cultural de La Caixa, sostuve, digamos, cierta disparidad de criterios con un profesor, militante socialista, que consideraba esa ley la panacea y su culminación la conversión de España en un paraíso educativo. Algo nervioso por mis réplicas a sus tesis, su argumento final fue éste: «en la época de nuestros mayores eran muy pocos los educados; ahora lo son todos. Si por el camino se pierde en calidad, bienvenida sea esa pérdida». Callaré mi contestación porque el buen hombre murió hace un par de años y no es cuestión, pero en aquel momento –y hace de eso bastante tiempo– pensé que no había nada que hacer, que volvíamos a perder otra oportunidad, aunque me negara a recitar los versos de Jaime Gil para no invocar el mal. No sé si el tiempo me ha dado la razón, pero –sin entrar en detalles– cerca ha estado y lo sigue estando.
El tan improvisado como apresurado comienzo de curso en las distintas comunidades autónomas frente a la bomba de neutrones que es la pandemia, no es más que otra demostración de lo poco que importa la educación en nuestro país, disfrazada de que importa mucho y por eso hay que comenzar ya. Que los metros cuadrados de las aulas no sean los que se exigen en los bares entre mesa y mesa, o que cada maestro/a (convertido además en enfermero y limpiador) pueda ser víctima de sus alumnos y con él toda su familia, o que los alumnos se contagien entre sí y con ellos sus familias, o que vayan cerrando colegios y escuelas allí donde ya los han abierto o que… parece el negativo de cuando antiguamente se consideraba que la educación tenía que ser exclusiva de eso que los marxistas llamaban la clase dominante. Que la formaban, por cierto, muy pocos y casi todos retratados por Velázquez o por Goya (y disculpen la falacia).
Pero no hay que confundir, ni olvidar: los jesuitas, por ejemplo, siempre formaron bien; como otras órdenes religiosas, que también, aunque la palma se la llevaran los primeros. Los herederos de la frustrada Institución Libre de Enseñanza siempre formaron estupendamente. Lo que ahora llaman las élites –con la economía como alma– siempre han formado –o lo han intentado– bien a los suyos y las clases populares tenían en la educación una especie de dogma de fe parecido al que sentían ante el médico, heredero del hechicero de la tribu. Entonces, ¿qué ha ocurrido? ¿Por qué se lanza al patio del coronavirus a alumnos y profesores desde el fatalismo noventayochista? ¿Por qué no se ha empleado el tiempo en planear sin tantos riesgos el desembarco en esta nueva Normandía? Que si los adultos –y es lo necesario– vamos a trabajar, los niños han de ir al colegio, resulta evidente: ¿pero tanto costaba hacerlo bien? En un país educado, probablemente no. En el nuestro parece que siguen primando otras cosas.