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La literatura no salva de nada

«Con literatura me refiero a una avidez, ese afán lector que nunca se sacia, la manía de alabar todo lo que tenga que ver con el libro y el gremio»

Opinión

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  • Jesús Montiel (Granada, 1984) es autor de cinco poemarios que le han valido distintos reconocimientos, entre los que destaca Memoria del pájaro, Premio Hiperión 2016. Ha traducido Resucitar y Prisionero en la cuna, de Christian Bobin, al que considera su maestro. Ha publicado también un libro de aforismos, Silencio casi (Trea, 2020) y siete de narrativa: Notas a pie de instante (Esdrújula, 2018), Sucederá la flor (Pre-Textos, 2018), El amén de los árboles (Esdrújula, 2019), Señor de las periferias (Pre-Textos, 2019), Casa de tinta (Hiperión, 2019), Lo que no se ve (Pre-Textos, 2020) y La última rosa (Pre-Textos, 2021).

Llevo meses sin leer nada que sea literatura. Como cada verano, este julio compré una novela negra. Suelo, cuando se acaba el curso académico, leer un libro de estos para vaciarme, por pasatiempo. Pero esta es la primera vez que me he quedado a medias. Quizá porque en el momento en que estoy, verdaderamente sísmico, no me interesa lo entretenido. O me parece menos entretenido que la misma vida.

La literatura salva, dicen. Los libros vuelven menos monstruosas a las personas, hay que invertir en la cultura, leer nos hace libres. Pero es como todo: conozco verdaderos monstruos con bibliotecas enormes en sus hogares y por el contrario sé que hay santos que no conocen la ortografía. El ser humano es molecularmente religioso, y cuando no hay creencia, cuando se mata la búsqueda de Dios, cualquier cosa puede ocupar ese vacío de amor que todos sentimos dentro. La literatura es una religión insuficiente. Lo que llamamos arte. Casi la totalidad de los libros que albergan mi biblioteca, digamos el ochenta por ciento —y eso que ya la he sometido a varias cribas—, cruje como un estante viejo bajo el peso de la vida. La literatura no resuelve mi tristeza, no soluciona mi enfermedad ni libera mis demonios. Muchos de los nombres consagrados en el ámbito literario fueron y son grandes infelices. Grandes ególatras. Con literatura me refiero a una avidez, ese afán lector que nunca se sacia, la manía de alabar todo lo que tenga que ver con el libro y el gremio, recluir la propia vida en la palabra literatura y no sacarla a pasear a otras zonas.

Sí que salva una oración, un abrazo, el amor de quien tenemos cerca, pedir perdón o salir con los hijos a un parque con árboles. Pero no un párrafo bien escrito. No la sección de novedades ni una feria del libro ni ver mi libro nuevo, recién impreso, en un escaparate. Hace falta más que un libro bien escrito. Uno necesario. Algo como el cine de Tarkovsky o la música de Pärt. Cada vez leo menos literatura, apenas nada, pero a cambio estoy mucho más vivo.