El iPhone de Errejón
«En el mundo que viene, el ganador, que será único, se lo llevará todo, pero los perdedores, que sumarán multitudes, también lo perderán todo»
Sin duda involuntario, el diputado Errejón acaba de rendir desde la tribuna del Congreso un homenaje al capitalismo realmente existente que a algunos, los que lo hayan leído, acaso les haya traído a la memoria aquellos célebres párrafos apologéticos que Marx y Engels escribieron en el Manifiesto comunista sobre ese mismo sistema que también ellos ansiaban destruir, ahora va para un siglo y bastante pico.
Como es fama, el diputado Errejón guarda en el bolsillo interior de su chaqueta un iPhone de última generación, artilugio al origen de cuya muy sofisticada tecnología ha apelado para divulgar en la Cámara la rompedora tesis central de la economista de la Comisión Europea Mariana Mazzucato, a saber: que el gran mito prometeico de nuestra era posindustrial, el de los jóvenes genios yanquis de la informática inventando innovaciones tecnológicas revolucionarias en destartalados garajes abandonados de California, no es más que eso, un mito, o sea, un cuento chino. Sostiene Mazzucato, y con definitiva, abrumadora evidencia probatoria, que absolutamente todos los prodigios de la ingeniería informática que andan transformando el viejo mundo que habíamos conocido hasta hacerlo irreconocible, llámense iPod, iPhone, iPad, GPS, Siri o pantallas táctiles, surgieron, sin excepción conocida, de la iniciativa creadora del sector público. Porque todos, del primero al último, resulta que fueron alumbrados no a partir de la febril imaginación de algún mozo imberbe mientras deambulaba en su patinete, sino en costosísimos laboratorios científicos experimentales creados, financiados y dirigidos por la Administracion Pública de los Estados Unidos.
Revelación que, huelga decirlo, pone patas arriba la tan manida fantasía romántica y schumpeteriana del Silicon Valley que a tantos aquí fascina y deslumbra. Ocurre que Estados Unidos, la gran incubadora de todas esas novísimas tecnologías disruptivas, fundamenta su arrollador éxito económico en practicar justo lo contrario de cuanto predica su doctrina oficial al respecto. En ninguna otra parte del planeta resulta más presente y ubicua la retórica individualista y desreguladora que todo lo fía a la acción espontánea de las fuerzas del mercado, pero tampoco en ninguna otra parte, acaso con la excepción de China, resulta ser más intensa la intervención directa del Estado en la economía por medio, entre otras, de las políticas industriales orientadas a la innovación tecnológica. Porque no fue la mano invisible de Adam Smith quien provocó el nacimiento y ulterior éxito global de Apple o Microsoft, sino la mucho más discreta del Gobierno de los Estados Unidos. Y es que, igual que ninguna empresa privada descubrió por sí misma la tecnología precisa para viajar a la Luna, tampoco ninguna empresa privada habría podido inventar nunca internet. Y ello porque las empresas privadas pueden y deben asumir riesgos, algo medible por definición; lo que no pueden hacer las empresas privadas, sin embargo, es atravesar la oscura frontera que separa al riesgo de la incertidumbre. La incertidumbre, también por definición, remite a lo desconocido no mensurable. Y cuando el riesgo deviene tan alto que no se puede ni medir, las empresas privadas se hacen a un lado dejando paso al Estado, el único agente capaz asumir el coste de inversiones temerarias sobre cuyo contingente éxito final no existe ninguna estimación de probabilidad posible a priori.
No, la nueva era tecnológica que marca nuestro tiempo presente no nació en garaje decrépito alguno fruto del empeño singular de cuatro greñosos visionarios; es, por el contrario, el resultado último de la contribución fiscal de los millones de contribuyentes que costearon con sus impuestos la investigación pública básica sin la cual habría sido imposible que Steve Jobs y el resto de las figuras legendarias del Valle del Silicio hubieran fabricado jamás nada. Por lo demás, los políticos europeos encandilados con esas tecnologías de invariable matrícula norteamericana, incluido nuestro Errejón, tienden a olvidar con demasiada facilidad el principal rasgo crítico de ese nuevo universo de los intangibles informáticos. Así, con alegría pueril, suelen hablar de planes para la promoción de tal o cual réplica local del original californiano. Ignoran lo fundamental. Y lo fundamental es que la economía digital se fundamenta en la creación de monopolios naturales. Por eso, Errejón puede elegir entre mil marcas de pantalones, pero solo dispone de un único buscador de internet en la práctica, el de Google. En el mundo que viene, el ganador, que será único, se lo llevará todo, pero los perdedores, que sumarán multitudes, también lo perderán todo. En fin, olvidemos de una vez ese bobo cuento del garaje.