La conjura de los mediocres
«Cuanto más nos distraiga el circo de la política, menos atención prestaremos a las víctimas, menos lloraremos a los que no volverán»
El espectáculo de las últimas semanas ha superado todas las expectativas. Algunos españoles considerábamos que nuestras élites políticas nadaban ya en el subsuelo de su degeneración, pero una vez más han logrado superarse. El agradable rumor democrático que genera la sana fricción entre poderes ha ascendido a ruido ensordecedor. Se ha repetido mucho que España lidera los rankings de muerte y desplome económico, pero se insiste poco en nuestro liderazgo en deterioro institucional: los efectos de la pandemia sobre nuestro andamiaje administrativo están siendo devastadores.
Madrid es el centro del conflicto entre dos Administraciones superadas por la pandemia, cuya prioridad no es controlarla sino convencer a la población de que la culpa del desastre es del otro. Y el problema es que ambos tienen perversos incentivos para mantener viva la llama de la confrontación: la polarización aleja la asunción de responsabilidades y fideliza a las huestes. Además, cuanto más nos distraiga el circo de la política, menos atención prestaremos a las víctimas, menos lloraremos a los que no volverán: el pasado viernes murieron en España 240 personas.
La polarización no es la droga del inconformismo, sino de la conformidad; la polarización nos vuelve más simples, más crédulos, menos rigurosos con los nuestros, más inhumanos con los otros. Uno de sus efectos más perversos es que vigoriza, convirtiéndolos en símbolos, a figuras mediocres. Sólo así puede entenderse que Isabel Díaz Ayuso haya pasado a encarnar el único contrapoder frente a la apisonadora sanchista. Pero la presidenta de la Comunidad de Madrid no es la antagonista de Sánchez, sino un síntoma más de la irresponsabilidad de los partidos en la selección de sus élites. Debemos esforzarnos en ser observadores rigurosos. Quien menosprecia la falta de experiencia, formación y aptitudes de ministros como Alberto Garzón o Irene Montero, o del propio presidente del Gobierno, no debe encumbrar a una persona dudosamente cualificada para liderar la Comunidad de Madrid, y que ha cometido graves errores.
Los ciudadanos merecemos más. Y no debemos tolerar que se nos ponga en la indecente posición de elegir. Nuestras élites han convertido una crisis sanitaria en una crisis política, una tragedia humana en un juego de tronos, y a la previsible crisis económica han sumado una inusitada crisis jurídica: los límites de nuestro marco legal mutan semanalmente, y el ciudadano no sabe a qué (ni a quién) atenerse.
Fue un verano de mentiras. Madrid no contrató los rastreadores prometidos, ni reforzó la atención primaria. El Gobierno central no impulsó el cambio legislativo prometido para encarar la temida segunda ola jurídicamente armados. Y cuando llegó, nos sepultó, ante la incapacidad de los gobiernos autonómicos, y la inacción desidiosa del gobierno central.