Escenas de un viaje a Valencia
«Esta pandemia nos ha sumido en la incertidumbre constante al hacer temblar casi todo lo que creíamos sólido»
Esta pandemia ha trastocado nuestros usos y costumbres, ha cambiado la manera en que nos relacionamos. Nos ha sumido en la incertidumbre constante al hacer temblar casi todo lo que creíamos sólido, como nuestro sistema de salud, de enseñar lo que no queríamos ver, como la manera en que hemos organizado el cuidado de los ancianos, y de recordarnos algo que ya sabíamos: los niños nos importan poco. La imagen que nos devuelve la pandemia de nosotros mismos no es muy halagüeña.
A todos, en mayor o medida, nos ha afectado: muertes de seres queridos, traslados, pérdida de trabajo, y el encierro, claro. La sensación de que es mejor quedarse en casa, la responsabilidad a veces autoimpuesta de no romper tu burbuja. La nueva normalidad impone también nuevas rutinas y casi borra el recuerdo de cuando no había mascarillas ni distancia y besábamos al saludar. Ver en películas y series cómo era la vida antes añade un plus de emoción a la historia: se tocan sin conocerse, piensas sin darte cuenta. Pasa también en las novelas, pero quizá la impresión es un poco menor.
Cuando ya pensaba que este año terminaría sin que viera el mar, octubre –una tía instalada en Valencia y que mi madre tenga una furgoneta de nueve plazas– me ha regalado un par de baños en el mar y dos amaneceres en la playa. En Valencia han cerrado la Universidad Politécnica después de que hicieran una fiesta en una residencia de estudiantes. Pero como nosotros no salíamos de nuestra burbuja, de la casa a la orilla y vuelta, no sé qué ambiente hay en la ciudad. Fui a correr y después me atreví a hacer seis saludos al sol y veintiséis ranas, creyéndome un poco Carrère. En la casa en la que vive mi tía vi la edición de Destino de Pálido caballo, pálido jinete, de Katherine Anne Porter. La noche de antes del viaje había leído un artículo de Bárbara Ayuso, ‘Narradoras del sur salvaje’, sobre Porter y otras. Había visto el libro en cuanto llegué y había interpretado la coincidencia como un buen augurio, pero no sabía cuándo se lo pediría a mi tía, tal vez, lo mejor fuera no decirle nada y meterlo en mi maleta: los buenos escritores suelen saltarse las normas.
Cuando se permitió salir a la calle a los niños después de seis semanas de encierro total, salir a dar el primer paseo fue darse cuenta de que lo habían echado de menos. Así me sentí yo cuando puse el pie en la arena, sorprendentemente caliente. También esperaba que el agua estuviera mucho más fría, pero lo que no esperaba es que tuviera tanta sal. Metí la cabeza. Salté las olas. No recordaba tan bonita la luz en la Malvarrosa, tan rojiza y suave.