THE OBJECTIVE
Daniel Capó

El rencor inmortal

«Pienso mucho en el rencor porque en mi juventud no creía en él, a pesar de la maldad presente ya en la infancia. Ha sido un descubrimiento de la vida adulta, que es la edad de las traiciones y los desengaños»

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El rencor inmortal

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Hace unos cuantos años, el filósofo Robert Spaemann publicó un libro titulado El rumor inmortal. En él hablaba de Dios y del hombre, y del hilo sutil que une a los dos. “Allá donde hay seres humanos –escribía– es posible escuchar el rumor de Dios”: una especie de vibración en forma de angustia y de alegría, de interrogantes y de certezas, de misterio y de negación de ese mismo misterio. La pregunta sobre un mundo radicalmente desligado de Dios –o de lo que Él representa– plantea otras muchas cuestiones: la de la primacía de la verdad sobre la destrucción o la de la belleza en su estrecha relación con la realidad. ¿En qué se fundamenta la dignidad del hombre? ¿En un consenso o en la sacralidad última de la condición humana? La tesis de Spaemann es que el hombre no puede –ni seguramente debe– acallar el murmullo de fondo sobre el que se ha levantado nuestra cultura y nuestra civilización.

Pero, junto a ese rumor inmortal, se da en el hombre lo que yo llamo el “rencor inmortal”: la marca del odio que impide la alegría y que llama a la violencia cainita. Jugando con la cita de Spaemann, podríamos afirmar que allá donde hay seres humanos es posible percibir también el bajo continuo del odio, del resentimiento y de la envidia soterrada como motores de la historia, de nuestras relaciones personales y, ay, también de la civilización, como parece indicarnos el episodio bíblico de Caín y Abel. El rencor inmortal es el que explica –como un eco lejano, es cierto– el tremendo despliegue del odio que, a lo largo de los siglos, ha enfrentado a los hombres: tanto a los lejanos tanto como a los que tienes cerca, junto a ti, en tu propia casa, en tu propio pueblo, ciudad o país.

Entre el rumor inmortal –la evidencia de que en efecto existe el bien, la belleza y la verdad– y el rencor inmortal, se traza una línea donde muere la felicidad. En otro libro suyo, Spaemann reflexiona sobre el papel de una escuela que ha abandonado la alegría y se ha entregado plenamente a la desazón. Es una escuela en la que “antes de saber qué es algo, uno se entera de que debería ser de otra manera”. Creo que conocemos demasiado bien este modelo de educación, nosotros y nuestros hijos. En él impera el rencor que lleva a prohibir un libro antes de leerlo o a condenar a un hombre por el mero hecho de pensar distinto, como si una ideología pudiera hacernos justicia.

Pienso mucho en el rencor porque en mi juventud no creía en él, a pesar de la maldad presente ya en la infancia. Ha sido un descubrimiento de la vida adulta, que es la edad de las traiciones y los desengaños. Es también un descubrimiento repetido una y otra vez en el tiempo, como el de las tradiciones políticas en nuestro país –Jorge San Miguel recordaba la semana pasada aquí que tampoco “nuestra generación va a hacer las paces con la historia ni entre nosotros”– y de ahí a la melancolía hay sólo un paso. Porque la vida buena se juega entre un rumor inmortal y un rencor inmortal, entre lo alto y lo bajo, entre lo plenamente humano y la sordidez de lo inhumano.

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