La pasión del incógnito
«En una época dominada por el deseo de diferenciarse, nada hay más más noble que aspirar a una honrosa generosidad. ¿No decía Balzac que la pasión del incógnito era un placer de príncipes?»
En un cuento de Víctor Vegas, los más reputados expertos se reúnen para precisar la fecha exacta en que los espejos decidieron mortificar al ser humano. Después de varias horas, terminan tirando la toalla. Al fin y al cabo, el espejo -esa mano fatal que, según el verso de Machado, va rayando el azogue- lleva consagrado a esa cruel tentativa desde el inicio de los tiempos. Poco ha cambiado en la era de las pantallitas, espejo curvo que siempre devuelve una imagen distorsionada. El número de likes sirve de escantillón para hallar la medida del mundo: desde la belleza de un rostro a la calidad de un libro. Difícil es negar que ser es ser percibido, como acuñase el padre Berkeley hace tres siglos. Si un árbol cae y nadie lo oye, ¿hace algún ruido? Si una persona no está en Instagram, ¿existe de verdad?
No creo que las redes sociales sean esas zahúrdas pestilentes, tal y como las describen sus enemigos, en que la grey traza un cerco a los virtuosos. Las redes no se inventaron para apriscar, sino para pescar. Al yanomami le basta con tirar de lanza para trinchar la comida del Amazonas; al capitán Pescanova, no. El boquerón puede salir modorro, pero se mueve en bancos. Algo parecido pasa con el ser humano. ¿Puede sustraerse a la llamada de las redes, permaneciendo impasible ante su promesa de reconocimiento? La ostra vive oculta y cerrada: es su forma de vida. Por eso el peregrino lleva una concha de vieira colgada del pecho. Pero abandonarse a la solidificación calcárea no es propio de vertebrados.
Sea como fuere, un producto genuino de las redes es la Brigada del Dedito. Sus reclutas, que se agitan como la punta de un sismógrafo cuando perciben la más leve transgresión moral, blanden el índice para señalar al pecador. Saben que el mal es objeto de deixis: basta apuntar con la falange para neutralizarlo. Los muros virtuales son una imago mundi que, a semejanza de los templos medievales, sirven para reflejar nuestra interioridad. A falta de un coadjutor o un director espiritual, disponemos de una muchedumbre sorda que nos fiscaliza. Cierto es que el señalamiento nunca encubre cosas buenas. Se empieza colgando tesis en Wittenberg y se acaba contratando vigilantes en Ginebra. No en vano, dicen los psicólogos que la tendencia al virtue signaling guarda una estrecha relación rasgos manipuladores y psicopáticos. De ahí que lo mejor sea desconfiar de los santos y, por decirlo con Orwell, juzgarlos culpables hasta que se demuestre lo contrario.
En una época dominada por el deseo de diferenciarse, nada hay más más noble que aspirar a una honrosa generosidad. ¿No decía Balzac que la pasión del incógnito era un placer de príncipes? Sospecho que, en general, para experimentar la dicha es preceptivo ser un feliz don nadie. Kryptesthai philei reza uno de los fragmentos de Heráclito: a la naturaleza le gusta ocultarse. Dos siglos después, Epicuro sintetizó el secreto de la felicidad en una breve frase: lathe biosas, vivir ocultos. Bueno es recordarlo hoy. En la sociedad de la transparencia, la invisibilidad es una prerrogativa de superhéroes. Vivir off the grid sería como calzarse el anillo de Giges. ¿Será eso posible?