La atracción de lo siniestro
«La festividad de los difuntos nos ofrece cada año la excusa perfecta para realizar una inmersión alucinante en mundo de las tinieblas»
Halloween 2020 pasará a la historia como el más descafeinado y triste de cuantos recordamos. Primero, porque debido a las tragedias humanas que ha traído la COVID-19, no están los ánimos para bromitas sobre aparecidos o muertos. Y segundo, porque dadas las restricciones que ha acarreado la segunda ola de la pandemia y la pésima comunicación de las mismas que están haciendo gobernantes y medios informativos, la gente anda bastante desconcertada sobre dónde puede ir y lo que puede o no hacer.
Anoche, en una terraza de mi calle, daba un poco de vergüencita ajena ver a un niño con careta de monstruo jugando a truco o trato con unos adultos que le reían las gracias con cierta desgana. ¡Pero si da más miedo el actual baile de máscaras en el que nos movemos últimamente!
«Me alegro de que Halloween pierda fuerza este año. Es una fiesta sin sentido, adoptada de la cultura estadounidense, un invento imperialista para empujarnos a consumir», comenta un conocido mío de trasnochadas convicciones izquierdistas. Pues, hombre, para que no se reduzca el consumo y mejorar el poder adquisitivo de las familias, me parece más eficaz la decisión del ejecutivo alemán, que ha bajado el IVA del 19% al 16% (no como aquí, donde todo apunta a una subida).
Pero estábamos hablando de cómo la celebración del 31 de octubre en clave de cuasi carnaval se ha extendido por Occidente en las últimas décadas, con sus calabazas convertidas en espectrales cabezas huecas y sus preceptivos disfraces de vampiros, brujas o demonios. Como si la solemnidad cristiana del Día de Todos los Santos sólo fuera ya coartada del calendario para el jolgorio más o menos perverso de la víspera.
De acuerdo que buena parte del montaje actual se remonta al Samhain, ese antigua celebración celta que antaño proclamaba el paso del verano al otoño con un rito nocturno durante la cual, según las leyendas, la frontera que separa el mundo de los vivos del de los muertos se volvía particularmente permeable, facilitando las apariciones de espíritus malos y buenos. Pero no resulta menos cierto que la fascinación por el más allá no es exclusivamente anglosajona ni tan reciente como algunos imaginan.
Antes de que se inventaran las maratones de películas de miedo en cines de barrio o canales de tele por cable; antes de los desfiles de zombis por las calles de las grandes metrópolis del primer mundo –con parada obligatoria en cada uno de los pubs que haya en la ruta para refrescar el gaznate– o de las coloridas cabalgatas mexicanas con elaborados atuendos, música, comida alegórica y elevadas dosis de tequila… Antes, decíamos, los antiguos egipcios ya flipaban bastante con sus deidades: desde el devorador de almas Ammyt hasta el señor de la oscuridad Sokar, pasando por Anubis, guardián de las tumbas y patrón de los embalsamadores. ¡Y qué decir de los griegos con su inframundo, donde Hades, Perséfone o Tanatos campaban a sus anchas y el barquero Caronte se encargaba de llevar las almas de los difuntos a la otra orilla del río Estigia!
O sea que la atracción por lo siniestro no es una ocurrencia contemporánea como les gustaría pensar a los fans de Stephen King, Anne Rice, Dean Koonzt, John Carpenter, Sam Raimi o Tim Burton. Tampoco es patrimonio exclusivo del cine o la literatura norteamericanos, como puede atestiguar la obra de auténticos maestros asiáticos del género, como la novelista Koji Suzuki o los realizadores Kenji Fukasaku, Sion Sono, Takashi Miike, Kim Jee-Woon, Kiyoshi Kurosawa, o Hideo Nakata.
Las criaturas de la noche, muertos vivientes, fantasmas y oscuros seres mitológicos siempre han formado parte de nuestro imaginario en eso que el historiador del arte Mario Praz definió en su obra La carne, la muerte, el diablo (1930) como romanticismo negro. Desde Goya hasta Max Ernst, el culto por lo tenebroso se ha manifestado en pinturas, dibujos y esculturas, como pude descubrir por mi mismo visitando la exposición L’ange du bizarre que acogió en 2013 el parisino Museo de Orsay, en la que los comisarios Côme Fabre y Felix Krämer habían reunido obras que ponían de manifiesto, como ellos mismos me explicaron, «la parte de sombra, de irracional y de exceso que se disimula en el aparente triunfo de las luces y de la razón».
«Las novelas góticas inglesas del XVIII rendían pleitesía al misterio y las emociones fuertes capaces de causar en el lector escalofríos tanto de miedo como de placer, explorando el terror del ser humano por lo desconocido, pero también su tendencia al sadismo y lo grotesco», señalaba entonces Krämer. Tras su estela, numerosos artistas plásticos de la época tratarían a su vez de sumergir a sus espectadores en ese vértigo del horror, rivalizando con literatos como Baudelaire, Gautier, Poe, Lovecraft o Villier de l’Isle-Adam, proyectando las inquietudes de una época decepcionada por las promesas de la revolución industrial y la era de los descubrimientos.
«El hombre que no medita vive en la ceguera. El que medita vive en la oscuridad. Sólo tenemos la elección de la negrura», dejó consignado Víctor Hugo por aquellas mismas fechas. «¿Cree usted en los fantasmas?», le pregunta a Madame du Deffand su amigo Horace Walpole, autor de la novela pionera El castillo de Otranto (1764). «No, pero los temo», responde ella.
Así de incoherente y al mismo tiempo adictivo es ese culto por lo espectral que Freud trataba de explicar en Lo Siniestro (1919) como una vivencia contradictoria donde lo extraño nos resulta un sentimiento casi familiar, que nos atrae a pesar de producirnos una tremenda angustia, y que Eugenio Trías terminó de desvelarnos en Lo bello y lo siniestro (1981), comparando los cuadros de Botticelli con el cine de Alfred Hitchcock.
Por eso no pierde vigencia ese Gran dragón rojo pintado por William Blake entre 1805 y 1810, que inspiró la primera novela (1981) de Thomas Harris sobre las aventuras del serial killer Hannibal Lecter. Ni lo hacen tampoco el mito de Fausto, el Ángel caído o el paseo de Dante por el infierno, quizá porque como escribió el Marqués de Sade, «la crueldad es el primer sentimiento que imprime en nosotros la naturaleza».
Así que la festividad de los difuntos nos ofrece cada año la excusa perfecta para realizar una inmersión alucinante en mundo de las tinieblas, sin que nadie nos tilde de extravagantes ni satánicos. Lo mismo vale tratar de emular con el lápiz o el pincel la serie negra de Goya, los demonios de Delacroix y los vampiros de Munch, que las ruinas abandonadas, picos desnudos, bosques sombríos y noches de luna llena que conforman el paisaje romántico de Runge o Fiedrich; las sirenas, esqueletos y apariciones que fascinaban al simbolista Gustave Moreau o los estrambotes oníricos de Odilon Redon. ¡Qué abismo tan turbador se esconde tras esas poderosas imágenes!
A falta de vocación plástica, por qué no consagrar unas horas de melancólico recogimiento a descubrir la huella tenebrosa presente en piezas musicales como la sonata para violín en sol menor El trino del diablo (1713) de Guiseppe Tartini, la Danza macabra (1874) de Camille Saint-Saëns o ese auténtico aquelarre sonoro que es el quinto movimiento de la Sinfonía fantástica (1830) de Hector Berlioz. O bien, ya metidos en harina, los discos atormentados que anticiparon el rock gótico de los 80, con Joy Division, The Cure y Siouxie and the Banshees a la cabeza.
Cabe, por supuesto, organizarse en casa –vía plataformas digitales– un pequeño festival de filmografía siniestra, recuperando el Fausto de Murnau (1926), La caída de la Casa Usher de Jean Epstein (1928), el Drácula de Tod Browning (1931), el Frankenstein de James Whale (1931), o la más reciente –es un decir– Suspense de Jack Clayton (1961), primera de las muchas adaptaciones a la gran pantalla que se han hecho de la imprescindible novela de Henry James Otra vuelta de tuerca (1898).
Todo vale mientras no me vengan a contar que, además de llevar flores al cementerio, la mejor forma de celebrar estos días es pegarse un atracón en familia de buñuelos de viento, pestiños o huesos de santo. Para eso no hace falta el pretexto cultural del miedo a lo desconocido y el vacío existencial. Uno no se imagina al Hegel que sentenció aquello de que «el hombre es esa noche, esa nada vacía» atiborrándose de panellets.