THE OBJECTIVE
Beatriz Manjón

Desconcentrados

«Sin el subrayado de la atención no hay recuerdo, y sin memoria no hay imaginación ni reflexión ni resistencia a la manipulación»

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Desconcentrados

Hugh Han | Unsplash

Confirma un estudio de la Universidad de Stanford que la multitarea merma la atención y, en consecuencia, favorece el olvido. Entendemos ahora que Pedro Sánchez, presidente, escritor, telepredicador, susurrador de cobayas y guapo oficial, haya olvidado defender en el Congreso el estado de alarma de seis meses. También que Fernando Simón, epidemiólogo, escalador, submarinista, surfero, modelo de la «nueva masculinidad» y humorista, se haya disculpado por un chiste zafio pero no se haya acordado de hacerlo por unas predicciones pandémicas propias de Paco Porras.

Aunque el español es más multitasca que multitasking, pocos se resisten a consultar sus redes sociales o a enviar wasaps mientras ven una serie o trabajan. Puede que el ocio nunca haya sido menos ocioso ni el trabajo más desocupado. Hoy lo extraordinario es alguien absorto en la tela de araña de una sala de espera, o en la ventanilla de un tren, y no en el teléfono, como si temiéramos quedarnos a solas con nosotros mismos. Pero, pese a tanto malabarismo digital, resulta que la multitarea no es una orgía donde simultanear faenas con la fluidez —¿o sería solidez?— con la que Errol Flynn tocaba el piano con su miembro, sino un repetitivo coitus interruptus cerebral que no llega a fecundar. Se parece más bien a esa capacidad tan analógica de hacer mal varias cosas a la vez. Las que sabían de multitarea eran nuestras madres, que revolvían el guiso mientras callaban el llanto del niño en brazos y llamaban por la ventana al repartidor de butano.

El escritor Carlos Marín-Blázquez habla del «milagro de la atención» en un mundo que conspira contra ella, «acaso porque reconoce su cualidad subversiva». Sin el subrayado de la atención no hay recuerdo, y sin memoria no hay imaginación ni reflexión ni resistencia a la manipulación. Ebrios de distracciones, nuestro compromiso con la realidad tiene la consistencia de una boda en Las Vegas. No extraña que los llamados «nativos digitales», sometidos a esos campos de desconcentración que son las redes sociales, sean los primeros niños con el cociente intelectual más bajo que sus padres, a lo que no ayudará el «sí pasarán» de Celaá. Claro que, antes de la dispersión de los hijos, fue la desidia de los padres.

«El ser humano no soporta demasiada realidad», escribió T. S. Eliot. Por eso inventamos Instagram y las berenjenas de wasap. Pero solo siendo el modélico espectador de uno mismo, y de cuanto nos rodea, es posible comprenderla y hallar maneras de cambiarla. Abrir las contras de la apariencia. Enfrascarse en el tarro de lo esencial. Ensimismarse. Liberarse del ruido para encontrar la batuta de la idea en el recreo de una ducha o de un paseo por el campo. Concentrarse en los bigotes de los gatos, que son detectores de mentiras; en la expresión de una madre cuando ve la tele, en esa cana que brota como un menhir del tiempo. Habría que concentrarse en la nada para verlo todo, en lugar de sumergirse en todo para no ver nada.

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