Pongamos que hablo de Madrid
«Como ha declarado el añorado líder postfranquista Carod Rovira, es preciso que el catalán sea la lengua de uso obligatorio en todo el espacio público»
España es un país que tiene infinidad de problemas, pero ninguno de ellos tiene que ver sin duda con la buena salud, la independencia y la ejemplaridad de nuestra reconocida clase intelectual. Nuestro llamado «mundo de la cultura», que comprende principalmente los ámbitos del cine, la literatura e incluso la moda y la televisión (ahora que Jorge Javier se ha convertido también en una suerte de guía espiritual), es un constante treding topic mundial. Si de algo puede presumir nuestro país es de que en él es imposible encontrar a esos críticos que, según Julien Benda, «deberían ofrecer al mundo el espectáculo de una actividad intelectual desinteresada y mudan su función con fines prácticos».
Hace poco Antonio Muñoz Molina publicó en su columna habitual de Babelia una encendida diatriba contra los desmanes estéticos que la derechona imperante perpetra en Madrid desde hace largo tiempo. Se escandalizaba el escritor con toda razón de esas esculturas de Meninas con pretensiones cuquis que han diseminado por diversos espacios de la capital, al tiempo que la emprendía sin aditamentos contra los atentados urbanístico-patrióticos que, según él, se han consumado en plazas tan emblemáticas como la de Colón (de infausto recuerdo, no solo por la bandera nacional plantada en tiempos de Aznar, sino por la simbólica fotografía de todas las derechas reunidas) o de la plaza de Castilla.
Estos asuntos, en efecto, son de una importancia capital (nunca mejor dicho), máxime si pensamos que el artículo de Molina concluía denunciando además el hecho escandaloso de la dificultad que supone transitar en bicicleta por Madrid, al contrario de lo que ocurre en ciudades como en Nueva York o Londres, como puede acreditar quien esto escribe, que estuvo a punto de morir mientras pedaleaba en esta última.
No obstante, la misma semana en la que Muñoz Molina se ocupaba tan valientemente de estos asuntos, se produjeron algunos hechos muy significativos, aunque, tal vez, no tan relevantes. En primer lugar, el Gobierno de la nación, impertérrito ante al recrudecimiento voraz de esta segunda ola de la pandemia[contexto id=»460724″], lograba llegar a un acuerdo con los independentistas catalanes para excluir de la educación de aquella región los últimos vestigios del castellano. Como ha declarado el añorado líder postfranquista Carod Rovira, es preciso que el catalán sea la lengua de uso obligatorio en todo el espacio público y luego ya, cada uno en su casa, que hable lo que quiera.
Aunque, como digo, esta cuestión no alcance, ni mucho menos, la importancia del feísmo de las plazas, uno no puede dejar de preguntarse: siendo como es Muñoz Molina un eximio representante de la literatura en español y, por ende, académico de la lengua, ¿no podría sacar algo de su valioso tiempo y decirnos algo al respecto, por ínfimo que sea? ¿Y sus compañeros de profesión, tan involucrados casi siempre en políticas de progreso y tan preocupados por la lengua, no deberían pronunciarse de alguna manera? Todo ello por no hablar de nuestros heroicos actores y actrices, siempre prestos a rebelarse contra cualquier iniciativa que amenace sus derechos: ¿no les parece que un proyecto de este tipo atenta directamente contra la cultura que todos compartimos? Alguna mente malévola podría decir que hay silencios más reveladores que mil firmas dispuestas en un manifiesto.
Pero la cosa no quedaba ahí. Hay que reconocer que pocos articulistas han exhibido una preocupación tan insistente como Muñoz Molina por los problemas específicos de la educación pública. Pues bien, poco antes de su excelso análisis sobre el kitsch de las Meninas, la ministra del ramo, que ya había arbitrado un proyecto de ley, según el cual los bachilleres podrán pasar de curso aunque no hubieran aprobado, contribuyendo de esa forma a que los chicos que carecen de medios para pagarse una enseñanza exigente se vean abocados, en el mejor de los casos, a ejercer de camareros en las plazas de Muñoz Molina, había acordado, igualmente con los independentistas catalanes, esos dechados de virtudes teologales, que los inspectores de educación puedan acceder al puesto sin tener que pasar previamente por el preceptico proceso de oposición.
Puede nuevamente que algún intelectual malintencionado o declaradamente contrarrevolucionario se atreva a sospechar que dicha propuesta implica de facto una situación en la que los inspectores educativos ya no serán funcionarios encargados de velar por la calidad de la enseñanza, sino comisarios políticos a las órdenes del Gobierno para vigilar y castigar las posibles infracciones en las directrices de adoctrinamiento. Ahora bien, teniendo en cuenta que ni Muñoz Molina ni ningún otro intelectual de izquierdas ha puesto el grito en el cielo, tal vez debamos pensar que lo importante es, en efecto, la estética de las plazas.
No obstante, la guinda de este abigarrado pastel político la constituyó, sin duda alguna, el formidable anuncio de la creación por parte del Gobierno de una instancia encargada de fiscalizar lo que, según el propio Gobierno, pueda considerarse desinformación. No creo que en ninguna democracia que se respete mínimamente a sí misma pueda plantearse algo parecido. Pues bien, de nuevo nuestros intelectuales progresistas nos han obsequiado con un exquisito silencio; un silencio, por lo demás, que recuerda demasiado al de esas enigmáticas Meninas desperdigadas por las plazas de Madrid. Entre estas y aquellos puede apreciarse un curioso aire de familia: el que se deriva de su afición compartida al cortesanismo. Pero dejemos ya estos asunto baladíes: pongamos que hablo de Madrid.