Pertrecharse en otro tiempo
«La Historia, si pasa por debajo la ventana de casa, siempre es peligrosa»
Hace pocos días, un amigo napolitano me habló de las lecciones de literatura que Lampedusa dio a unos cuantos jóvenes después de la Segunda Guerra Mundial. Inmediatamente pensé en su trabajo sobre Stendhal y en otro sobre Shakespeare, pero mi amigo es preciso en sus comentarios y si me hablaba de lecciones no se refería sólo a dos. Por mi parte no le di más vueltas hasta ayer: buscaba entre mis libros uno de Guido Ceronetti y al lado me apareció otro de Giuseppe Tomasi de Lampedusa, Conversaciones literarias, en la edición de Bruguera de 1983. Lo impecable del ejemplar y que yo lo hubiera olvidado indicaba que, como otras veces, había comprado el libro a la espera de que se diera la ocasión para leerlo. El azar –y la carta de mi amigo napolitano– habían propiciado esa ocasión.
El libro entero se ocupa de la literatura francesa en el siglo XVI: Rabelais, Louise Labé –autora, por cierto, de uno de los más sensuales sonetos amorosos que se hayan escrito en Occidente–, Ronsard, Montaigne, los Memorialistas, entre otros tantos… Y pensé en cómo un hombre decide irse a vivir a la Francia del siglo XVI y pasar en ella sus mejores ratos. En la potestad humana de hacerlo a través de la literatura y cómo ésta obliga a dejar después un legado con todo eso. Lo que Lampedusa hizo con sus alumnos y a través del tiempo estaba haciendo conmigo, como años atrás había hecho Carlos Pujol con Saint-Simon, Balzac, Joubert y otros autores del XVIII y XIX. (Hablando de Carlos Pujol: la felicidad de poder leer, años después de su muerte, Escribir a contracorriente, una edición de sus entrevistas a cargo de la profesora Teresa Vallès Botey).
Pensé que entre la peste y el guirigay de la política nacional, vivir en otro siglo era una solución tan higiénica como no mirar los telediarios y sustituirlos por espacios como ‘Casas increíbles’ o ‘La cocina de Julie’. Por lo menos, en ambos programas se resalta lo mejor de la vida cotidiana –la ilusión de construirse la casa familiar, por ejemplo, o de viajar por el país y disfrutar de la elaboración de sus platos y vinos– y uno escapa del mefítico pantano adonde le dirigen las noticias. Habitar como Lampedusa el XVI francés, o el XVIII y XIX como hacía Carlos Pujol, quizá sea de las mejores cosas que tenemos a mano ante el panorama a la vista, cada vez más inútilmente complicado. Y no hablo tanto de estilo, como de tiempo, mientras nos apartamos de una nueva batalla de Guadalete y del rey Rodrigo mientras le comen por ‘do más pecado había’.
El peligro es exagerar. Durante la Ocupación alemana de Francia, vivía en París un anciano que vestía a la usanza del siglo XVII –peluca empolvada, casaca, medias negras y zapatos con grandes hebillas–, leía al duque de Saint-Simon y tocaba la espineta (lo contó Louis Pauwels en El retorno de los brujos). Aquel hombre iluminaba con velones su comedor y apenas salía de casa: lo justo para ir al colmado y a la panadería. Vivía tranquilo, alejado de la Historia. De la contemporánea, se entiende, porque pasaba las horas sumergido en legajos de cuando el país era un reino y Versalles su capital.
Cuando las tropas aliadas liberaron París, la agitación popular, los tiroteos y los gritos y tumultos callejeros le molestaron profundamente. Salió al balcón armado con su pluma de oca y su peluca y entre el temor y la irritación exclamó: ¡Viva Coblenza! A la turbamulta aquel grito les pareció alemán y la estrafalaria actitud del hombre un rasgo colaboracionista. Dicho y hecho: subieron a su casa y lo apalearon hasta matarlo al pobre. La ciudad de Coblenza, hacia donde se fugaba la familia real la noche de Varennes, y su vestimenta fueron su sentencia de muerte. Pero ¿qué época le condenó? ¿Fue aquel hombre el último guillotinado de la Revolución francesa? ¿O fue la necesidad de descargar la furia contra los collabos, cuando él no lo era?
La Historia, si pasa por debajo la ventana de casa, siempre es peligrosa. O sea que mejor hacemos como Lampedusa y nos pertrechamos en silencio.