¿Qué no es la crítica literaria?
«La crítica literaria no es periodismo cultural, y que sea tan habitual confundirlos es una pequeña tragedia que sospecho que no se produce en otros países»
Yo no sé muy bien qué es la crítica literaria, ni para qué sirve exactamente ni, sobre todo, por qué demonios me dedico yo a ella, pero intuyo que, efectivamente, es necesaria, como los árbitros en el fútbol. Y la proporción es, por cierto, la misma, porque en España hay muchísimos buenos escritores y muchísimas buenas escritoras, pero hay muy pocos buenos críticos, o igual es que yo (que apenas leo crítica en prensa y que, desde luego, no me considero incluido entre los buenos) no los conozco. Por cada veintidós jugadores que corren por ahí metiendo golazos o haciendo cantadas, hay un buen crítico tratando de poner orden, diciendo que no, que no, amigo, que esa novela es un gran «piscinazo», o sacando tarjeta roja ante determinado ensayo, o entendiendo que ante algún premio hay que exigir inmediatamente el VAR.
No sé lo que es la crítica, digo, pero sé lo que no es. La crítica literaria no es periodismo cultural, y que sea tan habitual confundirlos es una pequeña tragedia que sospecho que no se produce en otros países. En España el periodismo cultural, salvo meritorias excepciones, es esencialmente publicidad. Por supuesto que hay cuatro o cinco periodistas culturales con un enorme criterio, y con formación, y con ideas propias que saben exponer de un modo original y talentoso… pero casi siempre para elogiar, más para dar noticia sobre la aparición de un libro que para valorarlo libremente, o bien, en todo caso, para sumar su denuncia o su artículo (construido sobre una ronda de llamadas) a un escándalo ya consumado. Un periodista acude a un desayuno de prensa, le dan un ejemplar del libro y un zumo de naranja, y enseguida se sienta a escuchar cómo el editor dice que «estas memorias son un estremecedor testimonio de los años del hambre y del frío y del miedo en Hungría», mientras el autor, a su lado, asiente cinco segundos después, cuando se lo traducen: el periodista ojea el libro, asiente también, muy circunspecto, y media hora después manda un texto a su periódico: «estas memorias son un sobrecogedor testimonio de los años de hambre, frío, terror y pobreza en Hungría». Eso contribuye a explicar por qué a los periodistas culturales les va, por lo general, mucho mejor que a los críticos, y les hacen un hueco en el Festival Eñe (cuya programación de este año, por cierto, daría para un artículo impublicable) y les llaman para hacer muchas presentaciones: da igual que sean de Elvira Lindo o Javier Sierra o Carlos García Gual o Màxim Huerta o Cristina Morales o Félix de Azúa, porque todos los libros son fantásticos y «hay que apoyar la cultura» (da igual si la cultura es Ramón de Andrés o Carlos del Amor), sobre todo si apoyarla al dictado del editor implica una –legítima– transferencia bancaria.
Pero yo diría que los críticos nos lo pasamos mejor. Es lo que tiene ser un poco más libres. Aun así, me importa mucho decir algo: yo creo que en los veinte años que llevo escribiendo reseñas no he escrito más de diez negativas, y sin embargo han sido ésas las que más repercusión han tenido, y las que me han dado cierta fama de duro, sin que nadie parezca tener en cuenta las otras quinientas positivas que he publicado, y cuando creo que queda claro que prefiero escribir sobre lo que me gusta (habiendo tanto) que sobre lo que no me gusta, entre otros motivos porque otra cosa no, pero el olfato se va desarrollando y afinando, y uno sabe muy bien de antemano qué libros le van a gustar y cuáles no, produciéndose pocas sorpresas. Todo depende del medio que me lo encargue, pero cuando algunos directores de revistas me tantean para solicitarme tal o cual reseña, yo ya me siento muy libre de pedirles que no, que por favor me asignen otro título, no porque no esté dispuesto a escribir reseñas negativas y disgustar así a escritores o editores amigos (que lo estoy), sino porque no quiero invertir tiempo en leer libros obviamente malos cuando hay tantos buenos por descubrir o, sobre todo, tantos excelentes por releer. Pero de vez en cuando toca, y no está de más, porque insisto en que no sabría explicar para qué sirve la crítica literaria, pero desde luego me parece indiscutible que no se inventó para tener contenta a Elena Ramírez. Si la crítica aplaude a los buenos libros y así complace a sus editores, maravilloso, pero no es ése su objetivo principal. La crítica, ante todo, ha de visibilizar todo lo posible lo mejor… pero también dejar en evidencia lo peor.
Hace quince años hubo uno que, espontáneamente, sin que nadie le obligase a ello, por iniciativa propia, escribió un libro sobre la Guerra Civil (y después lo adaptó a guion de cine, con la misma suerte). Cuatro años después, como quien no quiere la cosa, se soltó sobre un libro cuyo protagonista se llamaba como él, o con sus iniciales, y contaba cosas que más o menos parecían idénticas a las de su propia biografía real, pero cuidado, con trampillas y detalles sutiles que parecían delatar que había gato encerrado, que había que leer el libro con cautela porque no se sabía dónde estaba la borrosa y estimulante frontera entre realidad y ficción, etcétera. Unos años después escribió una novela en la que, esencialmente, explicaba que las mujeres son muy importantes, y que hay que respetar su dignidad y tratarlas bien y no pisotearlas, algo de lo cual, al parecer, él acababa de enterarse y necesitaba comunicárnoslo a los demás para, totalmente indignado, reñirnos y llamarnos al orden, para que siguiéramos su subversivo ejemplo y dejáramos de ser machistas de una vez. Y ahora, de repente, se le ha ocurrido hacerse pastor, como planeaba Sancho Panza al final del Quijote, y no sólo eso, sino que ha necesitado escribirlo y publicarlo… Bien, pues no sé qué es la crítica ni para qué sirve, pero sé que, por lo menos, sirve para darse cuenta de eso y tratar de que más gente lo advierta, sobre todo a la hora de saber a quién hay que tomarse en serio y a quién no tanto, aunque pueda tratarse incluso de no malos escritores (como decía Félix Romeo con toda la razón, hablando de uno de ésos, «es que, por no ser, no es ni siquiera malo, lo cual es mucho peor»).
Uno entiende que la verdad en la crítica no es como la verdad en la literatura, de la que hablábamos el otro día, sino que es mucho más subjetiva, tiene más que ver con la «opinión» o la «perspectiva» de cada cual… Pero, aun entendiendo eso, no sólo creo (1) que la verdad nunca está de más, aunque sean verdades algo impertinentes o que uno, estratégicamente, podría haberse ahorrado perfectamente para no liarla (por ejemplo: yo, nacido en 1980, siento la mayor admiración y la mayor deuda hacia Anagrama, verdadera educación sentimental y literaria para mí, y es indiscutible que durante cincuenta años han marcado las modas y los gustos de casi todos, condicionado el paradigma y siendo imitados por muchos otros sellos…, y, sin embargo, ¿soy el único que, de un tiempo a esta parte, cree que, sobre todo en la colección de ensayo, parecen mirar de reojo lo que hagan en Capitán Swing?), sino que (2) me da la sensación de que decir la verdad es siempre una buena inversión. Decir la verdad puede costarte caro, claro, y te vetarán en cien sitios, te mirarán mal en algún cóctel (pero eso te pasa por ir a cócteles), te lo pondrán difícil unos años. Pero al final decir la verdad merece la pena. Aunque acaso al decirlo estoy cayendo en eso que hace unos años todo el mundo llamaba wishful thinking, porque lo cierto es que más me vale que sea así.