THE OBJECTIVE
Juan Marqués

¿De qué hablamos si hablamos de «verdad»?

«Es muy difícil decir con sencillez cosas sencillas: cuanto más elemental es algo, más talento se necesita para explicarlo»

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¿De qué hablamos si hablamos de «verdad»?

Eduardo Verdugo | AP

¿Por qué hay mucha más verdad en Peter Pan que en los diarios de Saramago, si uno es una novela sobre un niño que vuela y otros son la crónica de mesas redondas, glosas a artículos leídos en la prensa, anodinas escenas de aeropuerto…? ¿Por qué novelas sobre el Holocausto escritas por autores nacidos en los años sesenta rebosan verdad conmovedora y palpitante, y hay testimonios de supervivientes de Auschwitz ante los que, instintivamente, desconfiamos (y no, por supuesto, porque dudemos de la veracidad de lo que se cuenta, sino porque sospechamos que se nos está haciendo algún tipo de trampa retórica, protegidos precisamente por el hecho de que la crónica sea “de primera mano”)?…

Muchas veces me han reprochado que abuso del concepto de «verdad» en mis reseñas, y me han pedido que aclare a qué me refiero con eso, en tiempos en los que esa palabra está tan desprestigiada, o ante la que al menos hay tantas reticencias, tantas cautelas. Ha llegado un momento en que parece obligatorio asentir y callar ante esa soberana estupidez, aparentemente sofisticada, de que “la verdad no existe”, o que “cada uno posee su verdad”, o de que “todo es relativo”, o que… No lo he hecho porque no sabía cómo hacerlo, prefería fiarme del buen sentido de cada cual, de que la gente, al menos la afín, me entendiera sin necesidad de explicar cosas que, en buena medida, me parecen inefables. Es como ante la pintura: ¿por qué ciertos cuadros o determinados autores son un claro e intemporal sí y otros muy parecidos son un cristalino y rotundo no? Es casi imposible de explicar, es algo que hay que verlo, sentirlo, saberlo sin más, y además enseguida, automáticamente: la verdad salta a la vista. Y es que es muy difícil decir con sencillez cosas sencillas: cuanto más elemental es algo, más talento se necesita para explicarlo.

La verdad literaria depende de la “mirada”, más incluso que de la “voz”: tiene que ver con el “espíritu” desde el que se escriba, o al menos con la actitud, no tanto con el estilo literario que se adopte. Por supuesto que todo esto de la verdad no tiene nada que ver con ese otro debate, tan de moda, de la realidad y la ficción. Es obvio que Alicia en el País de las Maravillas es más inverosímil que Moby Dick o El Quijote, y que El Quijote o Moby Dick son más inverosímiles que El padrino, y que El padrino es más inverosímil que Nada y que Nada es más inverosímil que Léxico familiar. Los diarios de Ana Frank, por citar el caso más célebre de un libro que jamás pretendió ni soñó ser publicado, contiene mucha más verdad directa y, por desgracia, más “realidad” que Nada, y, sin embargo, ¿no es más inverosímil? Lo hace dolorosamente verosímil nuestro conocimiento de la Historia, no su contenido. Es, en fin, evidente que en literatura hay grados de verosimilitud, y es evidente que ello no tiene nada que ver con la verdad, que, en lo que a la literatura respecta, tiene poco que ver con la realidad. En La metamorfosis Kafka invirtió mucha más ficción e imaginación y hasta fantasía que en sus diarios, y sin embargo…

La verdad está relacionada con la vida (otro concepto sospechoso ante la mentalidad contemporánea…), y la realidad con el mundo. La realidad suele ser jurisdicción de la prosa, el ámbito de la novela o el ensayo, mientras que toda poesía que merezca ese nombre debe apuntar hacia la verdad. La diferencia entre la realidad y la verdad es exactamente la misma que hay entre la playa y el mar. Las dos son necesarias en la buena literatura, pero sólo una de ellas implica trascendencia, que es un elemento magnífico en la novela, pero simplemente imprescindible para que la poesía alcance su objetivo o cumpla su naturaleza.

La (buena) poesía es el mejor conservante para la literatura. Una novela o incluso un ensayo que no contenga algo de poesía está condenado a caducar pronto, y eso es así porque también la verdad, mucho más que el Nobel, es decisiva a la hora de hacer un libro duradero, como demuestra el hecho de que Delibes siga tan vivo en el afecto y en las mesillas de los lectores y nadie un poco sano lea todavía a Cela. Delibes es alguien que, en la mayor parte de su obra, retrata con sencillez y nobleza lo que conoce, lo que tiene cerca, el campo, los niños, los pájaros…, o que fantasea con la vida de gentes sencillas a las que también conoce. Es esa misma vida la que Cela deforma grotescamente, a conciencia, con mucha literatura y poca verdad, y es esa misma vida la que ahora, silenciosamente, ha sepultado por completo y seguramente para siempre casi todas las palabras de Cela.

La verdad, en contra de lo que algunos creen (y de lo que a muchos les gustaría), no tiene mucho que ver con la moral. Ando releyendo a Bukowski, no porque sea su centenario sino porque me apetecía, y confirmo lo que ya traía asumido desde los quince años, que es la edad a la que hay que leerle (siempre que uno aprenda enseguida a mirar más allá de él, y no se quede, como tantos desdichados e inmaduros lectores, toda la vida dando vueltas por allí, pensando que no hay nada superior ni más “auténtico”…). Lo que confirmo ahora es que su mirada es genuina, que es un verdadero energúmeno (una novela como Factótum no podría encontrar hoy editor, sería impensable) pero su obra está salvada por la verdad, porque cuenta su verdad de una forma brutal, directa, graciosa, salvaje, talentosa, desesperada, violenta, egoísta y libre. Su problema es que lo que ha conocido es lo bajo, lo suburbial, lo corrompido, lo auto-desahuciado, lo enfermo, pero de todo ello extrae su verdad, la cual, en cuanto tal, siempre implica cierta belleza. Algunos amigos y maestros que comparten conmigo esta forma de entender la verdad literaria no asentirían ante eso, ni tampoco están de acuerdo conmigo a la hora de valorar a Bolaño, a quien yo veo nítidamente “de los nuestros”: el problema es que el tema de Bolaño es el mal, es un poeta del mal, y por tanto es a veces más difícil discernir su verdad, entender que es verdadero lo que ve o lo que inventa, una verdad que asume el difícil papel de retratar la violencia, el peligro, la imprecisa maldad llegando a límites enigmáticos, por extremos…

Ordesa, de Manuel Vilas, me parece un libro muy verdadero, un testimonio realmente emocionado de amor a los padres, un homenaje sincero, entregado, “desinteresado”, escrito principalmente con el corazón pero también con enorme calidad literaria… Y sin embargo Alegría, su supuesta secuela, o su continuación, o acaso su consecuencia… es un libro que, en medio de muchos aciertos literarios y de páginas inspiradísimas, suena bastante más falso por forzado, por estratégico, por proceder de otro libro y no de esa misma vida que, naturalmente, impulsó Ordesa. Ordesa es vida en primer grado, Alegría no.

En tiempos de Jorge Manrique existía la “nocilla literaria”. Había poetas experimentales, “originales”, osados, provocadores, rupturistas, “independientes”… Pobrecillos… Si las “Coplas” son el gran poema que, al margen del maravilloso y popular Romancero, ofrece la larga Edad Media española no es por casualidad, sino por ese inexorable ejercicio de crítica literaria que ejerce el tiempo. Lo que dice Manrique es verdad desde la primera hasta la última palabra (pues la verdad no es alérgica en absoluto a imitar modelos anteriores o a recoger tópicos literarios o a obedecer patrones acuñados…), y por eso lo leemos como lo que es, nuestro estricto contemporáneo. Y aquellos otros que sólo fueron contemporáneos suyos, ¿qué son sino verduras de las eras? Y eso les pasó por incumplir el octavo mandamiento.

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