Mi vecino de abajo
«El rock progresivo es una cosa de tíos. De chicos blancos de la pequeña clase media suburbana de mediados del S. XX. Un mundo que se va, que se ha ido»
Me mudé hace casi cuatro años. Cuando uno se muda a otro edificio entra en un período de tanteo hasta conocer la tolerancia de los vecinos a los hábitos propios, así como las decenas de maneras en que pueden alterarlos. Hay que saber qué terreno se pisa si alguna noche se alarga con los amigos, hasta qué hora es razonable pretender alargar el sueño los fines de semana y si hay alguna peculiaridad higiénico-convivencial en el bloque. Con todo o casi todo hubo suerte: sólo una vez se nos han quejado del ruido, y fue por una sobremesa con niños. Las ocasionales celebraciones en la terraza no han desatado conflictos y, salvo por algunas goteras, el trato con los vecinos ha sido como debe: escaso y cordial.
Al poco de estar en la casa, no obstante, noté que alguien amenizaba las mañanas de sábados y domingos con música; concretamente rock progresivo. A mí, lo confieso, me gusta el rock progresivo. No todo, es verdad, y no en cualquier momento; pero así es. No soporto a Yes, con Genesis hago distingos y ELP lo reservo para momentos de verdadera enajenación; pero me gusta razonablemente King Crimson y Spotify acaba de informarme de que mi canción más escuchada del año es de Jethro Tull. Siendo Pink Floyd un caso limítrofe y complicado, algún disco ha sido importante en algún momento de la vida.
Sé dónde me sitúa esto. El rock progresivo tiene mala fama desde antes de que yo naciera. Generaciones de críticos con gafas han despotricado del género y de sus excesos. Las revistas que hay que leer llevan cuarenta años diciéndolo, y los jóvenes que saben llevan otros tantos despreciándolo. Además, una música que, por así decirlo, nació vieja, no puede ser sino vieja cuatro décadas después de su momento de gloria. Como viejos y patéticos, cuando no cadáveres, son sus intérpretes. Y sus ramificaciones ochenteras -en el AOR, en el heavy, en la New Age incluso- han hecho poco por reconquistar la respetabilidad. El rock progresivo es, en definitiva, un error histórico.
Por tanto, sentí una inmediata simpatía por el vecino desconocido -vecino había de ser: esto es cosa de tíos. El azar había juntado en unos pocos metros cúbicos a dos personas que rondaban los márgenes de la sociedad. No tardé en descubrir de qué piso venía la música, dado el volumen al que se oía por las escaleras, y del piso llegué rápidamente al vecino. Sólo podía ser el chaval corpulento y de expresión entre ceñuda y ausente con el que me cruzaba a veces y que, contra el tópico, nunca saludaba. Vivía con sus padres, y quién sabe si eran sus padres los culpables de gustos tan extravagantes. Más adelante reparé en que en ocasiones llevaba una funda de guitarra en bandolera. Todo encajaba: lo suyo era una militancia completa.
Llevo casi cuatro años cruzándome con mi ceñudo vecino, pero mis expresiones de simpatía no han hallado eco. Nunca me he atrevido a participarle la secreta devoción que compartimos. Pienso a veces en decirle que alguno de sus discos de dad rock, escuchado desde la taza del váter o mientras hacía un café, me ha alegrado la mañana. Pero nunca me he atrevido. Sigue sin saludar, y a veces creo que tiene un trastorno mental moderado. No pasa nada.
En el fondo creo que entiendo el mundo que habita este chico. Igual es una proyección, yo qué sé. El rock progresivo es, decía, una cosa de tíos. De chicos blancos de la pequeña clase media suburbana de mediados del S. XX. Un mundo que se va, que se ha ido. Bowie hizo el relato clásico: había que escapar del terrible aburrimiento de los suburbios, y el rock era la manera. Lo cuenta Lou Reed en Rock and Roll. Hay cientos de testimonios. Huir de la mediocridad, del aburrimiento. Los del rock progresivo iban un pasito más y se flipaban con Tolkien, con la Edad Media, con la ciencia ficción. Y se tomaban muy en serio lo que hacían, lo que desde entonces es un pecado.
Aquí el rock progresivo pegó más tarde y se confundió con un hippismo tardío que se alargó toda la Transición. Te sigues encontrando ecos de ese mundo en los arreglos de algunos discos de Serrat o Camarón. En los ochenta, modestamente, teníamos a los jevis que hacían cola en el Canciller cuando yo volvía del parque de crío, muerto de miedo -lo que me recuerda que ahora el «Sherpa» es facha. Chicos del extrarradio que necesitaban tomarse algo muy en serio.
Yo también pasé por ahí a mi manera. A mis dieciocho o veinte había poco que hacer si no te volvía loco ni el bakalao ni el pop-rock español. Eran tiempos antes de internet: sabíamos poco y cada disco era un sacrificio. El padre de Rafa trabajaba en la EMI hasta que lo echaron en algún ajuste de plantilla a final de década, y cuando quedaban a comer le daba lotes de discos que luego inspeccionábamos juntos. Alguna vez fuimos directamente a casa del padre a ver qué sacábamos; recuerdo un revólver y un carnet de la CNT colgados en la pared, y el CD de los Flaming Groovies que me llevé. Luego Rafa mangó una Historia del rock de El País de algún centro social donde iba a hacer voluntariado para ligar, y fue nuestra Biblia. Me sabía capítulos de memoria. Con ella hice una lista de discos que debía tener alguna vez, pero la lista solo crecía y yo no era capaz de comprar tantos discos. Acabé tirándola. Ahora tengo Spotify.
Entiendo que mi vecino no salude. Yo tampoco era de hablar mucho. Nunca aprendí a tocar la guitarra, aunque me gasté un sueldo de camarero en una Epiphone Riviera que luego malvendí. Ahora soy un cuarentón que va escuchando AOR en su todoterreno de camino al trabajo cada mañana. Entiendo, digo, a mi vecino de abajo. En un mundo enfermo de ironía, un chaval que se toma en serio solo puede ir por la vida con el ceño fruncido y sin saludar.