Dos o tres cosas que sé de 2020
«No ha sido un año ordinario: ahora que todo es «histórico», habría que encontrar una palabra que diese cuenta de la excepcionalidad que ha caracterizado este tiempo de reclusión y muerte»
Termina el año, empieza el recuento: de alguna manera tenemos que parcelar la experiencia humana y la medida que nos ofrece el calendario gregoriano, con su aurora y su crepúsculo, es tan buena como cualquier otra. De hecho, la relación que entablan aquí ambos es peculiar, ya que diciembre no deja paso a ningún apocalipsis sino, simplemente, al mes de enero. Por eso hacemos a la vez diagnóstico de situación y propósito de enmienda: juramos empezar a hacer lo que todavía no hacemos, pese a que ya dijimos que lo haríamos. En el plano colectivo, dedicamos diciembre —con la inestimable ayuda del periodismo— a hacer recuento y formular pronósticos: la doble cara del dios Jano continúa siendo una representación inmejorable de la relación humana con el tiempo. Eso incluye, por cierto, nuestra dificultad para habitar el presente. ¡Qué angustia!
No quisiera yo, poco aficionado a la futurología, castigar al lector con nuevos vaticinios; me limitaré a hacer unas cuantas observaciones sobre este 2020 que ahora se acaba. No ha sido un año ordinario: ahora que todo es «histórico», habría que encontrar una palabra que diese cuenta de la excepcionalidad que ha caracterizado este tiempo de reclusión y muerte. Esto es, de hecho, lo primero que llama la atención: desde la II Guerra Mundial, el mundo no conocía la muerte accidental de tantos. Es verdad que esta pandemia la causa un virus de letalidad moderada; el peligro que representa para cada individuo es muy reducido. Pero así como el primer coronavirus, bastante más letal, se extendió con menos facilidad, la alta transmisibilidad del SARS-CoV-2 ha terminado produciendo un número mucho mayor de fallecidos por afectar a una población total más amplia. A decir verdad, no está claro que pueda hacerse mucho para evitar que una pandemia de estas características elimine a dos o tres millones de personas en todo el mundo. Me intriga, sin embargo, la naturalidad con que aceptamos a este sombrío visitante: como si perviviera en la especie alguna memoria de las desgracias pretéritas. Claro que, bien mirado, ¿qué podemos hacer?
En ese sentido, es significativo el escaso relieve que han tenido las explicaciones religiosas o sobrenaturales de la pandemia. Todavía en los años 50 se hablaba de Dios: los existencialistas querían acabar con él y Bergman le reprochaba su silencio. Daba la impresión de que la trascendencia contaba; hoy, en cambio, costaría encontrar a alguien que atribuyese al virus la condición de una plaga de origen divino. Eso no significa que lo sobrenatural haya desaparecido, sino que más bien se ha secularizado: ahí están quienes dicen que el virus es un castigo de la naturaleza. Y aunque la conexión de la pandemia con el Antropoceno es discutible, este episodio de la vulnerabilidad inmunológica de la especie humana está sirviendo para confirmar esa saludable tendencia cultural que es la corrección del antropocentrismo: una vez más se pone de manifiesto que somos criaturas terrenales sometidas a presiones ambientales ineludibles. Esto no carece de contraindicaciones, ya que contemplarnos como la anécdota planetaria que somos bien puede ser fuente de angustia personal: es para combatirla que inventamos a los dioses.
Cambiando de tercio, no cabe duda —lo recordaba ayer mismo Arcadi Espada— que la existencia de Internet ha facilitado la aceptación general de la reclusión domiciliaria y de las restricciones de desplazamiento que han formado parte de la estrategia de los poderes públicos contra el virus. Gracias a las redes, pues, la sociedad global se ha detenido para minimizar el número de víctimas por Covid-19. Y gracias a ellas ha seguido funcionando: el recurso al teletrabajo es por ello considerado hoy unánimemente una prefiguración del futuro laboral. Pero la pandemia ha durado tanto que los inconvenientes del teletrabajo se han dejado ver: eso de no tener trato con los compañeros ni un lugar al que acudir, dejando atrás la esfera privada del hogar, no sale gratis. Algo parecido sucede, para los que somos profesores universitarios, con la docencia virtual: disertar ante una pantalla es una solución temporal, pero también una experiencia alienante para los implicados que no puede convertirse en recurso habitual de la docencia. ¡Por cómodo que resulte! Termina uno el año con nostalgia del aula y del trato personal con el alumnado: quién nos lo iba a decir.
Por lo demás, el año que ahora termina ha simplificado el pronóstico sobre el que pronto le seguirá: difícilmente será peor. Algo es algo.