La tarde en que llevé a mi hijo a ver planetas
«A Júpiter le cuesta 12 años dar la vuelta al Sol, y a Saturno 30, por eso es un fenómeno raro de ver, aunque se da cada veinte, pero, dicen, nunca tan cerca como ayer, nunca tan visible desde nuestro planeta. En 2080 volverá a suceder, pero no creo que yo esté para verlo»
El fenómeno se podría ver con unos sencillos prismáticos o un telescopio simple. Solo hacía falta mirar hacia el suroeste, leí en el periódico y salí de casa disparada con dos de mis hijos. Pensé que le haría ilusión al mediano, cuyo libro favorito de hace unas semana era uno sobre el universo y el planeta Tierra. La mayor no quiso acompañarnos porque íbamos a llevar unos prismáticos, le parecía que haríamos el ridículo o algo así. Si hubiera leído hasta el final el artículo donde daban las instrucciones para ver la alineación de dos de los planetas favoritos de mis hijos, Saturno y Júpiter, después van Venus y Marte, o si hubiera pensado que vivo en el centro de la ciudad, llena de edificios, o si tuviera algún sentido de la orientación me habría ahorrado el paseo, la bronca con la mayor en casa, y con el mediano en la calle.
A Júpiter le cuesta 12 años dar la vuelta al Sol, y a Saturno 30, por eso es un fenómeno raro de ver, aunque se da cada veinte, pero, dicen, nunca tan cerca como ayer, nunca tan visible desde nuestro planeta. En 2080 volverá a suceder, pero no creo que yo esté para verlo, le dije a mi hija mayor para tratar de convencerla.
Nada más salir a la calle me di cuenta de dos cosas: había sido una mala idea no coger el carrito y el Suroeste no estaba hacia donde yo creía que estaba. No estaba hacia la zona de la Expo, tampoco hacia el otro lado (¿cómo iba a estarlo?, ¿cómo iba a servirme el río de nada si va hacia el Este?). La brújula de mi teléfono señalaba hacia donde están los edificios, en dirección contraria al río, en dirección contraria a lo único que necesitábamos: un horizonte despejado. Así que cambiamos el sentido y la dirección, me puse a mi hija pequeña a hombros y caminamos hacia lo que creíamos que era el sol escondiéndose entre edificios y nubes. Cuando llegamos a la plaza de San Cayetano vimos la luna entre las nubes. Tuve que asumirlo y advertir a mi hijo: no íbamos a ver nada. Su decepción se hizo evidente porque ya no quería llevar los prismáticos. Se le pasó un poco cuando al llegar al Mercado Central vio un camión de la basura y otro de limpieza y pensó que si no podía ver los planetas alineados, al menos podía disfrutar de uno de dos de sus aficiones juntas: camiones y limpieza.
Mi madre me mandó una foto, en su casa sí hay horizonte. Tendríamos que haber ido a su casa a verlo, pensé demasiado tarde. En la foto se veía un punto verdiblanco y borroso a lo lejos, en medio de un cielo despejado.
De vuelta a casa le dije a mi hijo mediano que si se hacía astronauta podría contar en sus memorias que en realidad su deseo de llegar a viajar al espacio había empezado una tarde en que su madre fracasó en el intento de contemplar un fenómeno astronómico. Se hacía pis, tenía hambre y no podía aguantar hasta casa.