Con todos y para todos
«El Rey nos ha hablado no con el abecedario de la política, tildado de oportunismo, sino con el lenguaje de la paternidad»
El sentido histórico de la Corona resulta inseparable de la paternidad. A veces lo olvidamos, porque hablar de padres e hijos suena antiguo, poco moderno. Pero precisamente porque todos somos hijos, en primer lugar de nuestros padres y también de las vicisitudes de la patria a lo largo de los siglos, no sólo no nos encontramos en el abandono sino que pervive entre nosotros una ligazón fuerte de solidaridad y ayuda mutua. No era otro el ideal de la piedad romana, tal y como leemos en Virgilio: cada hombre se hacía cargo de su telaraña de afectos, empezando por los inmediatos de la propia familia y siguiendo por los comunes de la patria, que significa -en su etimología- la tierra de nuestros padres. El Rey no era así una abstracción, aunque se revistiese con el símbolo de la Corona, porque era un hombre real -tan real como cualquiera de sus súbditos- que enlazaba en su figura dinástica el presente y el pasado junto con la diversidad de sus gentes. El Rey no era una abstracción y no lo es, ni puede serlo. Su persona -garantía última de nuestras libertades constitucionales- goza de la doble legitimación de la historia y de las leyes democráticas, ajena a las pugnas partidistas. Por ello mismo, un Rey habla con su pueblo de un modo distinto a como lo haría un gobernante y de él se espera una lealtad distinta, fundada en la responsabilidad y en el vínculo especial que mantiene con cada uno de nosotros.
Nuestro Rey, don Felipe, afrontaba esta noche uno de sus discursos más difíciles, entre el acoso populista que sufre por una parte del gobierno y la opinión pública, las tremendas dificultades económicas, sociales y políticas que padece el país y los efectos devastadores de la pandemia. Y lo ha hecho con palabras solemnes, pero sobre todo con palabras cercanas, con la conciencia de que sólo podía hablarnos con el lenguaje que es propio de los hombres, cor ad cor loquitur, de un corazón a otro. Porque se ha dirigido a cada uno de nosotros sabiendo que lo que nos abate es el gran sufrimiento que deja tras de sí la muerte de tantos amigos y familiares golpeados por el virus, y es el miedo y la angustia que aletean junto al desempleo y el cierre de las empresas, y es el pesimismo, que como una metástasis del ánimo, empieza a ensombrecer nuestras esperanzas de futuro. El Rey nos ha hablado no con el abecedario de la política, tildado de oportunismo, sino con el lenguaje de la paternidad, esa convicción firme de que -a pesar de todo- también esto pasará. Porque “no somos -ha dicho- un pueblo que se rinda o que se resigne en los malos tiempos. No va a ser nada fácil superar esta situación, y en cada casa lo sabéis bien. Pero yo estoy seguro de que vamos a salir adelante. Con esfuerzo, unión y solidaridad, España saldrá adelante. Con todos y para todos. Y, como Rey, yo estaré con todos y para todos, no solo porque es mi deber y mi convicción, sino también porque es mi compromiso con todos vosotros, con España”. Y así será, sin duda. Pues detrás del gran discurso de nuestro Rey se encuentra ejemplificada esa doble lealtad a los españoles que es propia de su ejercicio como monarca parlamentario: la lealtad a la Historia y a la Constitución, como heredero de lo que representa la Corona y como siervo de la democracia en su condición de Jefe de Estado. Nuestro Rey ha llamado a la esperanza porque sabe que nada se construye con el pesimismo o la división, sólo el odio y la ruina. Y ha llamado también a la gratitud entre españoles porque sabe que sólo la gratitud da auténtico fruto e invita a mirar hacia delante juntos para construir un país mejor con todos y para todos.