Adviento
«En 2006, en la Casa de América, el gran edecán que por entonces la dirigía intentó sustituir el mensaje de paz y esperanza contenido en la figura de Jesús con la exaltación de la escalofriante pesadilla prehispánica de ciertos rituales aztecas»
Con independencia de las limitaciones impuestas ahora por la COVID, el ya viejo debate en torno al laicismo y la celebración y el sentido de la Navidad se ve recrudecido, sin duda, con el prejuicio militante, como de mandil (si no lo llevan lo parece), que la izquierda gobernante mantiene contra el Cristianismo y, sobre todo, contra el Catolicismo, reiniciada hace décadas por el infausto Zapatero. En 2006, en la Casa de América, el gran edecán que por entonces la dirigía – siendo yo su sufrida directora de Programación– intentó sustituir el mensaje de paz y esperanza contenido en la figura de Jesús con la exaltación de la escalofriante pesadilla prehispánica de ciertos rituales aztecas, «el solsticio de invierno» lo llamaban y lo siguen llamando, y justificar así sus inmerecidas vacaciones para celebrar una fiesta en la que no creían. Todos, moros y cristianos, fueron a rendirle pleitesía.
Y así, la Virgen fértil, el complaciente San José, el bucólico camino que lleva a Belén, los pastorcillos, la burrita con la chocolatera, el molinillo y el anafre, el incienso, la mirra y el oro de los Reyes Magos, e incluso aquel cuarto mago vestido de rojo, procedente de las regiones boreales, que se perdió por el camino y que compensa su distracción regalando cada año a los niños del mundo entero los juguetes y caramelos que lleva en su saco, quedaban desplazados por la rememoración de cultos y divinidades «alternativas» cuya crueldad convierte en un angelito al sanguinario Herodes. Cualquier cosa para saciar esa «sed infinita de paz» que caracteriza a los gobernantes de izquierda, tan cursis como crueles, y que le ha hecho decir al replicante de turno que estas son las «fiestas del afecto». Empeño en el que el Vaticano ha jugado un destacado papel con ese horripilante Belén que parece diseñado por el ministro Duque.
Por eso, durante este Adviento que empezó el 29 de noviembre y terminó el 25 de diciembre con el nacimiento de Jesús, volví a leer Los cuatro sermones sobre el Anticristo, de John Henry Newman (editorial El buey mudo), canonizado por Benedicto XVI y se me pusieron los pelos aún más de punta que la primera vez. Proclive como soy a la oratoria y a la retórica, siempre me han atraído las prédicas. Me gusta extrapolar, parafrasear y descubrir profecías en textos pretéritos, sean en sí mismo proféticos, especulativos, exegéticos o meramente literarios, como me ocurrió recientemente con el Moby Dick de Melville. En misa, no perdono una mala homilía y no me importa si es pecado de soberbia o de lo que fuere; como decía Lope de Vega, no «escrupulizo» con ello; me basta con recordar lo que decía Chesterton de que al entrar en la Iglesia hay que quitarse el sombrero, pero no la cabeza. Mas voy al grano. Lean esto que destaco del libro –seré breve, por lo de los derechos de autor– pero, sobre todo, lean el libro, que recoge los cuatro sermones que Newman predicó en el Adviento de 1835:
PP. 37-39: «… ¿Acaso no existe en este mismo momento un especial empeño en casi todo el mundo en prescindir de la religión, más o menos evidente en este o en aquel lugar, pero más visible y formidablemente en aquellas regiones más civilizadas y poderosas? … ¿No existe un empeño febril y permanente por deshacerse de la necesidad de la religión en los asuntos públicos? por ejemplo, el intento de desembarazarse de los juramentos, con la excusa de que son demasiado sagrados para los asuntos de la vida corriente. ¿No existe el intento de educar sin religión, o sea, poniendo a todas las formas de religión al mismo nivel? … Sin duda existe actualmente una confederación del mal, que recluta sus tropas de todas partes del mundo, organizándose a sí misma, tomando sus medidas para encerrar a la Iglesia de Cristo como en una red… ¿Creéis acaso que él (Satán) es tan inexperto en su arte como para invitarlos en forma abierta y clara a unirse a él en su combate contra la Verdad? No, él les ofrece cebos para tentarlos. Les promete libertad civil; les promete igualdad; les promete comercio y riqueza; les promete exención de impuestos; les promete reformas… Les promete iluminación, ofreciéndoles conocimiento, ciencia, filosofía, ensanchamiento de la mente. Él se burla de los tiempos pasados y se mofa de toda institución que los venere. Él les sopla lo que deben decir y luego los escucha, los alaba y los alienta. Él los incita a ascender a la cima. Les enseña como convertirse en dioses. Luego ríe y hace bromas e intima con vosotros…».
Hasta aquí Newman. Si digo que me ha puesto los pelos de punta es porque yo –y sé que muchos de quienes esto leen han tenido experiencias similares- he comido y bebido con ese Satán del que habla Newman: mi satán particular –muy altamente encalomado en su día tras las sombras que regían los destinos de nuestra nación, hoy en estado de alarma– se mofaba de la Academia de Jurisprudencia y Legislación, cuando un día pasábamos él y yo por delante: –¿Para qué sirve esta academia, es más, para qué sirven todas esas academias? –me preguntó. –¿Para conservar y transmitir el legado intelectual y moral del pasado? –aventuré yo. –¿Para qué sirve el pasado? –replicó–. Es un lastre, ¡habría que destruir todas las academias y sus vejestorios! Ese mismo satán ha ayudado a necios a que asciendan a la cima y les soplaba lo que debían hacer y decir; los escuchaba, alentaba y alababa, ganaba dinero y les hacía ganar dinero a ellos, y luego se reía, bromeaba e intimaba conmigo. Otros, quizás menos brillantes, pero igualmente eficaces, han venido ahora a sustituirle.
Siguiendo con Newman y su libro, ninguno de los cuatro sermones deja indiferente. Todos dan en el clavo, en todos reconocemos, casi con nombres y apellidos, a los voceros del Anticristo, procedentes de Gog y Magog y hasta barruntamos cuán cerca se localizan estos amenazadores parajes. Pero hay más. Termina el volumen con una carta del obispo Hosley, escrita en Oxford, en 1838:
«En los tiempos del Anticristo, la Iglesia de Dios sobre la Tierra, como bien podemos imaginar, verá grandemente reducido el número aparente de fieles, debido a la abierta deserción de los poderes de este mundo. Esta deserción comenzará por una indiferencia hacia toda forma de Cristianismo, bajo apariencia de tolerancia universal. Mas dicha tolerancia no procederá de un verdadero espíritu de caridad e indulgencia, sino de un designio de minar el Cristianismo por la multiplicación y fomento de las sectas. Dicha pretendida tolerancia irá mucho más allá de una justa tolerancia, incluso en lo que concierne a las diferentes sectas de cristianos. Pues los Gobiernos pretenderán ser indiferentes a todas y no darán protección preferencial a ninguna. Todas las Iglesias establecidas serán echadas a un lado. De la tolerancia de las más pestíferas herejías pasarán luego a la tolerancia del islamismo, del ateísmo y por fin, a la persecución explícita de la verdad del Cristianismo. (…) Los bienes del clero serán entregados al pillaje, el culto público será insultado y rebajado por estos desertores de esa fe que una vez profesaron, quienes no pueden ser llamados apóstatas pues nunca fueron sinceros en su profesión. Esta no fue más que condescendencia con la moda y la autoridad públicas. En el fondo siempre fueron lo que ahora demuestran ser: paganos. Cuando esta deserción general de la fe tenga lugar, entonces (…) no habrá nada de esplendor en la apariencia externa de sus iglesias; no tendrán apoyo de los Gobiernos, no tendrán honores, ni emolumentos, ni inmunidades, ni autoridad; solo tendrán aquella que ningún poder humano puede arrebatar, y que ellos reciben de Aquel que les ha encargado ser Sus testigos».
Quien tenga ojos para ver que vea, quien tenga oídos para oír que oiga.