No leas mi periódico, que me lo jodes
«En España los viejos socialdemócratas se han aferrado al PSOE y a El País con un celo digno de mejores causas. Pero ni ellos, ni el periódico, ni el partido, son los mismos»
Hace un porrón de años Raymond Aron definió el dilema fundamental de la prensa de suscripción frente a la financiada con publicidad: en la segunda basta con no meterse con los anunciantes; en la primera además hay que estar pendiente de los caprichos de cada uno de los suscriptores. Que suelen ser muy pesados y tomarse muy en serio su papel de guardianes de las esencias. ¡Al fin y al cabo lo pagan! Como en tantos otros aspectos de la vida actual, las formas de relación capitalistas se ajustan como un guante a las «políticas del reconocimiento»: el cliente siempre tiene razón y sobre gustos no hay nada escrito.
Entiendo que la observación de Aron puede sonar algo ingenua a la vista de los juegos de poder a los que asistimos a diario -y de las concentraciones que vienen. Es verdad que no es lo mismo enemistarse con el Banco Santander que con Carnicería Sanzot. Convengamos en que ambos modelos tienen evidentes servidumbres; que, además, no son excluyentes, como algunas grandes cabeceras parecen querer demostrar. Hace ya casi 10 años asistí en directo a uno de los primeros linchamientos en un medio digital de izquierdas y fue muy didáctico. Sobre todo porque en aquella ocasión no se trataba tanto de opiniones como de hechos. Entonces aún chocaban ciertas prácticas, como ofrecer la cabeza del infractor a la turba; ahora estamos todo el día a vueltas con la «cultura de la cancelación» y, por cierto, la víctima de aquel linchamiento niega que exista tal cosa.
Y si el problema afecta a los hechos, cuánto más a las opiniones: como las de Félix de Azúa, que ha vuelto a meterse en líos en su periódico por algunas observaciones ciertamente agrias sobre el Gobierno de progreso y sus satélites. Cierto que algunas bailan sobre la fina línea entre lo factual y lo opinativo: como definir a Adriana Lastra como «mujer talluda» o calificar de «rancios ideólogos» a ciertos miembros del Gobierno. A este respecto, siempre me pareció ejemplar la solución de la prensa murciana, que a uno de sus diarios lo llamó La Opinión y al otro, La Verdad: la doxa y la episteme. Da la sensación de que el defensor del lector de El País ha tendido a Azúa al solecito con un par de pinzas para que se oree, a modo de aviso a navegantes. En aquel linchamiento del que les hablaba también tuvo papel destacado otra «defensora», motivo por el cual la figura me parece desde entonces entre desdichada y siniestra.
El problema de Azúa, volviendo a Azúa, no es tanto lo que se escribe como lo que se es. En España los viejos socialdemócratas se han aferrado al PSOE y a El País con un celo digno de mejores causas. Pero ni ellos, ni el periódico, ni el partido, son los mismos. Que cada cual siga su camino y que florezcan cien flores. A Mijaíl Bulgákov le hacían la vida imposible en la URSS y cada día se desayunaba con una denuncia nueva de los escritores oficiales. Así que acabó escribiendo al mismísimo Stalin: «Estos caballeros opinan que alguien como yo no tiene cabida en la Unión Soviética. Yo creo que tienen razón, así que le pido que me permitan salir de ella». En la vida hay que saber marcharse de los sitios mientras aún te dejan.