España y su ficción (y ensayo)
«Galdós se mira en España y España, lo sepa o no, se ha mirado en Galdós durante siglo y medio y ese espejo aún no se ha roto ni velado del todo»
Hace unos meses un dominical nos pidió a una larga serie de escritores y otros intelectuales que dijéramos el nombre del escritor que representara mejor las virtudes y defectos de nuestro país. Un escritor-símbolo o un escritor-metáfora, algo así como Dickens en Inglaterra o Balzac y Zola en Francia. Dudé. Pensé en Cervantes, pensé en Baroja, pensé en Pérez Galdós y luego actué por descarte. Cervantes nos había elevado demasiado en caso de ser él un escritor-símbolo.
Tanto nos había elevado que tuvieron que venir de fuera (los británicos) a decirnos que era no sólo muy bueno, sino el mejor. (Sigue ocurriendo: pasó con Marías en Alemania y Francia, y con Vila-Matas en la América hispana y Francia luego). Pero ser el mejor no quiere decir el que mejor nos representa si no estamos, aproximadamente, a su altura. Y a la altura de Cervantes, no estamos. Luego vino Baroja y lo descarté también: pese a ser el novelista del 98 que más literatura y filosofía europeas había metido en la ficción española, su pulsión -que no su maestría- había decaído con el tiempo.
El finalista y ganador del puesto fue, por tanto, Galdós. Galdós, que en su literatura funda la España contemporánea post Constitución de 1812 y que es quien mejor retrata algunas virtudes y la mayoría de vicios que han configurado, precisamente, esta España contemporánea. Galdós se mira en España y España, lo sepa o no, se ha mirado en Galdós durante siglo y medio y ese espejo aún no se ha roto ni velado del todo. Hablamos de su obra, pero ¿y él?
Si acudimos a Baroja nos encontramos un Galdós -«lioso y algo trapacero»- que «sabía muy bien que en su España, como en la nuestra, no había nada ni nadie que se pudiera sostener por sí mismo, y que se necesitaba la solícita mano del autor para defender su obra». Lo del autor defendiendo su obra parece de una lógica aplastante porque en la mayoría de casos no son sus contemporáneos los que vayan a defenderla; tal vez los de un par de generaciones después, pero casi nunca sus iguales.
Pero Baroja no se refiere a eso. Baroja añade: «Galdós, cuando publicaba un libro, agasajaba a los críticos, escribía cartas a los directores de los periódicos de Madrid y de provincias, algunas manuscritas, halagándoles, haciéndose el humilde. Yo he visto dos o tres de esas cartas».Y después de tildarle de tener pocos escrúpulos y que eso lo exponía «al chantaje de mucha gente y… tuviera que dar dinero a derecha y a izquierda para que no se metieran con él», el autor vasco sentencia -porque es una sentencia-: esta falta de sensibilidad ética hace que los libros de Galdós, a veces con grandes perfecciones técnicas y literarias, fallen. Es lo que hace principalmente que sus obras no estén a la altura de un Dickens, de un Tolstoi o de un Dostoiewsky. No hay llama. No hay el hervor generoso de un espíritu.«Y si en literatura, dice Baroja, se puede ser un cínico y un degenerado o un ególatra, lo que no se puede ser es ‘un cuco que disimule ante el público sus pequeñas artimañas y sus intrigas».
Al leer estas páginas de las Memorias barojianas y haciendo abstracción del mal carácter de su autor, de su veracidad completa o sólo parcial y de la rivalidad, imaginaria o real, que tuviera con don Benito, pensé que, desgraciadamente, no desmerecían sino que reforzaban mi elección de Pérez Galdós como autor símbolo o metáfora de nuestro país. Si quitamos lo del reparto de dinero, basta con echar un vistazo por ahí, cerca o lejos, tanto da. Lo que no impide que podamos disfrutar tanto de la lectura de Pérez Galdós como de la de Baroja, cosa importante porque la literatura no es sectaria -o no debería serlo- y hay demasiadas pruebas de que en España no sólo sigue siéndolo sino que los niveles de sectarismo han aumentado de manera considerable en los últimos años. Como en la política, en la cultura, porque es en la cultura donde las cosas suceden antes -tantas veces frívolamente y entre bandazos- y luego pasan a la política y a la sociedad. Juzgar a los escritores por ser conservadores o progresistas, antiguos o modernos -como sigue haciéndose-, y obviar sus venalidades -materiales o intelectuales- sus maniobras innobles o su afán por detentar parcelas de poder, continúa siendo un parte médico que detecta algunas enfermedades que no hemos logrado quitarnos pese a haber entrado en la modernidad hace ya décadas. Esas enfermedades que Galdós, enfermo o sano, supo retratar tan bien.