Y la nieve era nieve
«Cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, pero, como añadiría algún crítico del centralismo, solo es noticia cuando pasa en la capital»
Madrid en invierno es pródigo en colores. En cuanto la niebla se desvanece ante los primeros rayos de sol, un paseo por el centro ofrece un sinfín de imágenes diapreadas. Si rojos son los tonos de siempre, de la fachada cinabrio de Casa Alberto al amapola del Doré, no hay verde más verde que el de las espinacas como amarantos precolombinos que uno ve en los mercados (esto es, los que siguen en pie) o el de los omnipresentes toldos desarrollistas. ¿Hay mejor ilustración de aquello que Hölderlin llamó el “don acuático del cielo” que cientos de tendales del color del Nilo? Todos esos colores forman vitrales en la memoria. Aún así, ninguno hay como el blanco platónico de los árboles nevados, que en un momento consigue devolvernos a la niñez.
Y la nieve era nieve, y la paz y la guerra / eran palabras únicas, distintas, inequívocas, / y no la doble cara de un mismo aburrimiento. Así rezan unos versos de Luis Alberto de Cuenca. El mundo infantil es, por definición, un mundo de color; pero sus irisaciones resultan inasequibles al adulto, que no podría captarlas ni aunque se calzase filtros polarizantes. Solo en la infancia danzan los arlequines. Luego llega la adultez y uno descubre que el mundo no es tan vasto y que el disfraz de Polichinela le queda pequeño.
Tratar de restaurar el hechizo de la infancia es como intentar arreglar una telaraña con las manos. Ser warsie o trekkie con cuarenta años es actuar como la yegua de Alfanhuí, que bebía del río de colores y lo dejaba translúcido. Si el friqui talludo de piel cérea y rostro macilento posee algún color, es el percudido del traje nupcial de la señorita Havisham en Grandes esperanzas, cuya albura virginal daba paso a un tono ahuesado, triste y desvaído. En pocas palabras: no por muchas fotos que cuelgues de tus «autorregalos» de Reyes volverás a creer en los Magos de Oriente.
Miro de reojo cómo nieva mientras termino el Madrid de Andrés Trapiello (Destino). Cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, pero, como añadiría algún crítico del centralismo, solo es noticia cuando pasa en la capital. Sea como fuere, difícil es sustraerse a la añoranza cuando tal cosa sucede. Un cendal inconsútil desciende sobre el mundo, envolviéndolo como si de un regalo se tratase. Yerran quienes confunden recogimiento con aborregamiento. ¿No decía Mallarmé que el invierno es lúcido? Pues a fe mía que lo es. Cierto es que muchos hacen de las vacaciones navideñas una maratón de monas, comilonas y vomitonas. Pero, así y todo, algunos consiguen vislumbrar, como en un centelleo, las nieves de antaño.
Dice Trapiello que las castañeras, sentadas cabe los braseros de cisco, traían a los inviernos de la Villa y Corte una dolorosa constatación: que no hay castaña que sepa como las de la infancia. Pero también acarrean la promesa de que alguna trocará, andando el tiempo, en magdalena de Proust. El escritor leonés ha escrito otra obra magna. Lo cual es mucho decir, teniendo en cuenta la veintena de mojones que han ido jalonando su obra diarística, acaso la obra más ambiciosa de la literatura española en las últimas décadas, y que para colmo es el autor de Las armas y las letras; parece que fue ayer cuando celebrábamos sus veinticinco años, más que suficientes para endosarle la plica de clásico. Veremos cuántos hacen falta para convenir en que este también lo es.