Vida, muerte y milagros laicos de UPyD
«Los medios siempre etiquetaron como ‘el partido de Rosa Díez’, sin dejar nunca claro si ese ‘de Rosa’ significaba que ella pertenecía al partido o el partido le pertenecía a ella»
2020, año de la pandemia y de la aprobación de la eutanasia, ha sido también fecha del fallecimiento de UPyD. Alguien podría recordar ahora aquello de Chesterton cuando definió el periodismo como comunicar que «Lord Jones ha muerto» a gente que ignoraba que Lord Jones estaba vivo.
Pues, en efecto, UPyD seguía existiendo (una de sus últimas sedes, y no es licencia de este articulista, se hallaba en la madrileña calle del Desengaño), pero alejada ya de sus relativos éxitos pasados, repudiada por su líder fundadora, abandonada por la mayoría de sus afiliados. Capaz, eso sí, de coaligarse aún con Ciudadanos y aupar durante la presente legislatura del Europarlamento a una de sus últimas militantes, Maite Pagazaurtundúa.
La rapidez con que se mueve hoy la vida política no debería hacernos olvidar, con todo, lo que fue su breve época de vino y rosas (aunque el vino de las alegrías le fue siempre parco y Rosa, en realidad, solo preponderó una: Díez). Modestos logros que se iniciaron prácticamente desde su fundación: con solo seis meses de edad, UPyD cosechaba ya un escaño en las elecciones generales de 2008.
Aunque hoy, habituados al multipartidismo, esa acta de diputada se nos pueda antojar escasa, en su momento significó un doble éxito. En primer lugar, ningún partido de índole nacional, desde el CDS allá por 1989, había añadido escaño alguno al bipartidismo PP-PSOE (lo que los upeyderos empezaron a popularizar como PPSOE), con la siempre humilde excepción de Izquierda Unida. Y, en segundo lugar, esa pequeña brecha se abría justo en el hemiciclo donde la suma de esas dos formaciones ocupó el mayor porcentaje de escaños habido en toda la historia de nuestra democracia: más del 92 % de los asientos eran o bien socialistas, o bien peperos.
Se trataba, hoy lo sabemos, del canto del cisne de un bipartidismo que, aunque en 2011 pareció perpetuarse gracias a la mayoría absoluta del PP, ya nunca volvería el mismo. Y algo de mérito tuvo UPyD en atisbarlo, aunque, como Moisés ante la Tierra Prometida, apenas pudiese aprovechar sus frutos: 2015, año del derrumbe (por ahora) definitivo del duopolio PP-PSOE, puso también punto final a la presencia parlamentaria de UPyD, superada por un partido de inspiración similar (Ciudadanos), pero que supo jugar mejor sus cartas en ese arreón final.
Nunca se entendió del todo, de hecho, la irreconciliable distancia que separó durante casi toda su historia a Cs y UPyD. Nacidas del desencanto de cierta izquierda con la política autonómica y frentista de Rodríguez Zapatero, inspiradas las dos en figuras intelectuales de renombre (los quince padres fundadores en el caso de Cs; Fernando Savater, buen amigo de muchos de los anteriores, en el de UPyD), compartían un electorado con ciertos aires laicos y fuertes vientos antinacionalistas. Ambas buscaban un voto progresista ma non troppo; ambas repudiaron, por laxo, el epíteto de «centristas»; ambas proponían «regenerar la democracia» y propiciar grandes acuerdos de Estado junto con un PSOE y un PP a los que, paradójicamente, al mismo tiempo denostaban como causantes de muchos de los grandes males españoles. Males que, evidentemente, en 2008 (y he aquí un tercer motivo para valorar aquel solitario escaño en aquellas elecciones de UPyD) apenas se vislumbraban; pero que con la crisis económica nos sumirían enseguida en meditaciones nacionales dignas del 98 (otra época en que proliferó la moda de “la regeneración”).
Al final, como no es insólito que ocurra en política, resultó que el misterio del distanciamiento entre Cs y UPyD tenía raíces de animadversión meramente personal: una Rosa Díez ofendida porque Albert Rivera le había propuesto solo ser líder de Ciudadanos en el País Vasco, allá por 2006, cuando ella, aún eurodiputada del PSOE, se había acercado a aquel jovencito que dirigía un partido no menos jovencito. Y un Albert Rivera al que le pasmaron entonces las pretensiones de esa «política profesional» (tanto Cs como UPyD insistieron mucho durante sus inicios en la lacra que era “profesionalizar” la política; circunstancia especialmente paradójica, dadas las tres décadas de dedicación a lo político de su dirigente máxima, en el caso de UPyD).
También lo personal explica mucho de una formación política que los medios siempre etiquetaron como «el partido de Rosa Díez», sin dejar nunca claro si ese «de Rosa» significaba que ella pertenecía al partido o el partido le pertenecía a ella. Que la líder era favorable a esta segunda interpretación se constató tras el fracaso electoral de 2015: puesto que UPyD no había obtenido ningún escaño y Díez deseaba abandonar la política, ella y sus afines consideraron lo más consecuente del mundo que el partido entero también la abandonara, disolviéndose. Un poco como quien se lleva el Scattergories de la sala de juegos tras perder. Unos pocos entusiastas del upeydismo, sin embargo, consideraron entonces que el partido podía seguir vivo, traslado a la calle del Desengaño mediante, y de ahí esa segunda etapa sin vino y sin Rosa (de 2016 a 2020) que finalizó hace un mes.
Podría decirse, en suma, que la revoltosa UPyD acertó con el diagnóstico: la etapa tranquila de nuestra política democrática tocaba, hacia 2007, ya a su fin. Pero llegó, por muy poco, con adelanto a la cita (los españoles solo iban a notar ese cambio de paradigma unos años más tarde; hoy ya el mundo democrático entero vive un marasmo que pocos divisaban hace trece años). Y también, probablemente, UPyD falló en la respuesta a tal transformación: nuestra política (y la de Occidente) no caminaba hacia nuevos consensos, sino hacia una polarización mayor.
Quien esto escribe (permítaseme finalizar con una nota personal) vivió UPyD desde antes de su fundación (fui miembro de la Plataforma Pro, encargada de ir montando el partido durante 2007) hasta su decadencia final: cuando la propia Irene Lozano, que había aspirado dos meses antes a liderar la formación, se pasaría, en septiembre de 2015, a las listas electorales del PSOE. Aunque nunca me lo tomé muy en serio y jamás pasé de ocupar ciertos cargos internos sin excesivas responsabilidades, lo cierto es que Unión Progreso y Democracia me proporcionó muchos amigos, cierta experiencia partidista (algo que no viene mal cuando uno se ocupa, como profesional, de la filosofía política) y dosis no escasas de diversión.
Si he de elegir, de hecho, un momento lúdico, serían aquellas reuniones del Consejo Político nacional en que, como uno de los 110 elegidos para el cargo, salía yo a manifestar algunos de los problemas que veía para UPyD (reconozco que en la etapa final me puse un tanto criticón); y casualmente nuestra líder máxima siempre sentía entonces la irresistible necesidad de abandonar la sala, cosa que llegó a preocuparme por su salud.
También colegí entonces que algún día Rosa Díez abandonaría no solo la sala, sino al partido entero, si este dejaba de hacer lo que ella quería, que era darle a ella o a sus afines escaños. No me equivoqué. Me pregunto cómo habrá vivido ella esta muerte final, cinco años más tarde, de UPyD. Quizá, un poco, como si uno se enterara de que aquellos amigos, que siguieron jugando a hacer política aunque te habías llevado el Scattergories, finalmente se han decidido a dejar de juguetear.