Encuesta abajo sin frenos
«Un giro de muñeca en la cocina del CIS y ya tenemos sazonado y servido un plato de legitimidad al servicio de quien nombra al director de la casa»
Explica magistralmente don Álvaro d’Ors, en sus Ensayos de teoría política (Eunsa, 1979) la evolución del concepto de legitimidad, paralelo y —a la vez— contraste de la legalidad. Resulta apasionante. La legitimidad fue en la historia la característica propia de la posición de los reyes, frente al orden legal impuesto por la revolución. También había una legitimidad de ejercicio, según las actuaciones se acomodasen o no al Derecho Natural. Con la democracia, explica d’Ors, el concepto de legitimidad estaba en principio llamado a desaparecer, porque las democracias no reconocen, en el fondo, más poder legítimo que el emanado de las urnas.
Sin embargo, no fue así, quizá (digo yo) porque el magnetismo del concepto de legitimidad es muy poderoso e instintivamente sabemos que, sin él, la legalidad va a la pata coja y hacia no se sabe dónde. Entonces, don Álvaro asesta su golpe más certero al ver que la legitimidad en una democracia no depende de los autoproclamados derechos fundamentales. Se da completamente la vuelta y aparece «como justificación para impugnar la legalidad, generalmente por faltar el apoyo popular plebiscitario». Obsérvese la inversión: la legitimidad se invoca como concepto revolucionario para subvertir el orden al menos formal que salió de la cámara legislativa.
Eso lo escribió don Álvaro en 1979, pero lo estamos viendo en vivo y en directo. Para reformar la Constitución se invoca una vaporosa legitimidad de los sentimientos y las desafecciones. Y de la Constitución abajo, no ha habido norma que hayan querido derribar contra la que no hayan volteado el ariete de una legitimidad popular supuestamente contraria. Advierte d’Ors: «La dificultad estriba entonces en medir la extensión e intensidad de la aceptación o rechazo de una ley, o del poder que la dio, por parte de los súbditos. Porque, generalmente, las apariencias de resistencia al poder no corresponden a una voluntad mayoritaria».
Y así desembocamos en la rabiosa actualidad. No piensen que me he marcado un excurso de teoría política para adornarme citando al maestro. Lo necesitaba para explicar la gravedad de que el presidente Sánchez haya colocado a un incondicional suyo como Tezanos al frente del CIS. Porque si la legitimidad, que es la segunda pata del imaginario jurídico, depende de la percepción que la sociedad tenga de sus opiniones mayoritarias, quien posea la capacidad de dar fe de cuáles son esas supuestas opiniones domina un resorte de una enorme importancia estratégica.
Sumemos el control gubernamental (ya sea directamente o con subvenciones) sobre los medios de comunicación que forjan la opinión al control de quien tiene que dictaminarla después, y se comprende que la tenaza con Tezanos es tremenda.
Hablamos de «profecías que se autorrealizan» para explicar lo que puede significar que una estadística afirme que un candidato de unas elecciones va a recibir más votos que otros, porque 1) lo pone en el candelero; 2) hay a quien le gusta apostar a caballo ganador, incluso inconscientemente y 3) puede incitar y teledirigir la concentración utilitaria del voto entre votantes de partidos más o menos afines. Bien, pues todo eso, siendo muy serio, es menos importante que eso de lo que avisa don Álvaro d’Ors.
Con una estadística cocinada se le concede un plus de cripto-sacra legitimidad a un candidato cualquiera. Tan sacra que puede borrar —véase el caso Illa— de un plumazo su gestión pésima de la crisis de coronavirus[contexto id=»460724″]. Hay una condonación por el sacramento laico de las encuestas del CIS.
Decimos Illa y Cataluña porque es lo que está ahora en juego, pero puede suceder con las más altas instituciones del Estado y hasta con la unidad nacional o nuestra política internacional o de Defensa. Un giro de muñeca en la cocina del CIS y ya tenemos sazonado y servido un plato de legitimidad al servicio de quien nombra al director de la casa. Contra la manipulación de la información o de las opiniones sesgadas, siempre nos podemos defender informándonos en otros medios (aquí, por ejemplo) o leyendo otras opiniones, pero el sello de la oficialidad y el aura científica de las encuestas tienen un peso fatal que cae, a plomo, sobre la percepción de la legitimidad, sentida como causa suficiente para impugnar la legalidad.
Habría que incluir la reforma del Centro de Investigaciones Sociológicas entre las medidas más urgentes de cualquier Gobierno que quisiera regenerar la democracia. Tiene que ser independiente, transparente y hacer sólo las investigaciones estrictamente necesarias, para que no caiga en la tentación de ser el portavoz o cortavoz o tuercevoz o partivoz del plebiscito perenne que se creen tantos que es una nación.