Cataluña: la guerra de los filólogos
«Los votantes de la CUP resultan ser los que poseen un nivel más alto de formación académica reglada entre todos electores de Cataluña»
En ningún otro lugar del mundo hay más filólogos empleados en puestos de alta responsabilidad política que en Cataluña; todos, huelga decir, peritos especialistas en el habla vernácula. La competencia encarnizada entre la nueva partida de Puigdemont, esa marca cambiante que ha venido a ocupar el espacio dejado por las cenizas de la vieja CDC, y Esquerra por un mismo electorado no es ajena al reciente asalto de los filólogos a la dirección de lo que en su día fuera el pujolismo. Laura Borràs, que como la mayoría de los candidatos de su lista nunca militó en Convergència, es graduada en Filología Catalana. El propio Puigdemont también inició los mismos estudios, es sabido, pero lo suyo, también es sabido, no eran los libros. Para la mitad de Cataluña, la que piensa y siente —sobre todo, siente— en clave independentista, la añeja divisoria clásica entre izquierdas y derechas se ha desdibujado tanto que ya casi no conserva apenas nada de su sentido original. La patología común que padece, el romanticismo cultural, la ha llevado a orillar sus otras diferencias intestinas, si es que alguna quedaba todavía. Nadie se extrañe, pues, al acusar recibo de que uno de los fundadores de Terra Lliure, Fredi Bentanachs, atrabiliario expistolero instruido por ETA militar en los 80 para colocar bombas, haya pedido hace unas horas el voto para Junts per Catalunya, la teórica derecha conservadora catalana. Izquierda y derecha, esas categorías topológicas que en otras partes resultan útiles para retratar sociológicamente a los distintos electorados, en la ínsula Barataria de los filólogos sirven, ya se ha dicho, para bien poco.
Los votantes de la CUP, por ejemplo, aparente expresión política de la iracunda marginalidad local, resultan ser, y con diferencia, los que poseen un nivel más alto de formación académica reglada entre todos electores catalanes; el 48% dispone de alguna titulación universitaria superior. En sus muy contraintuitivas antípodas, el 52% del electorado del Partido Popular de Cataluña solo cuenta con estudios primarios; y en cuanto a su origen territorial, el 69% son descendientes de padres nacidos fuera de la demarcación. En idéntico orden de fracturas identitarias, el 77% de cuantos a su vez votan al PSC, tres de cada cuatro resultan ser también hijos de padres no catalanes. En el polo opuesto, un 82% del electorado de Junts pel Sí, la coalición que en su día formaron ERC y los de Puigdemont, eran personas nacidas en Cataluña y de padres catalanes. PSC y PP son igualmente hermanos gemelos en lo lingüístico: el 70% de los votantes de los primeros tiene por lengua propia el castellano, porcentaje que alcanza un 74% en el caso de los segundos. Tampoco en el bloque españolista, que es como se le llama en la plaza al constitucionalismo, los términos izquierda y derecha significan, como se ve, gran cosa en términos de heterogeneidad social. Como pasa con Bélgica, el problema de Cataluña no es que sea una nación, sino que son, somos, dos. Algo, la ya crónica y radical escisión interna del electorado doméstico en función del idioma y del origen geográfico de los ancestros, que resulta inocultable pese al afán oficial por orillar esa realidad tan incómoda.
Y no estamos hablando de unos inmigrantes recién llegados y en vías de integración, sino de la segunda y tercera generación —con la cuarta ya en camino de la edad adulta— de catalanes arraigados que no manifiestan la menor voluntad de suscribir el programa político y cultural del nacionalismo indigenista. Un único partido, entre la sopa de letras que concurre a las elecciones del domingo, se parece en su composición interna a la Cataluña identitariamente esquizofrénica, la única real. Y ese único partido es el de los comunes, los herederos del difunto PSUC. Solo ellos reúnen hoy a porcentajes significativos de votantes adscritos a las dos lealtades nacionales en las que está escindida Cataluña. Ya únicamente ellos. Y de ahí que el gran caladero al que se ha dirigido la campaña del PSC haya sido no tanto el de Ciudadanos, que también, sino el de los comunes. Algo que solo se acaba de entender cuando se repara en que la mitad exacta, uno de cada dos, de los electores habituales de la coalición de Colau son castellanoparlantes que se oponen a la independencia. La espiral de desencuentros públicos durante las últimas semanas del vicepresidente Iglesias con sus socios socialistas procede que también sea interpretada en esa clave. Por lo demás, la política en Cataluña, y ahora más que nunca, consiste en un doble circuito de juegos de suma cero. No hay tránsitos de electores entre los dos bloques. Ninguno. Por tanto, la cuestión fundamental del domingo no será conocer el nombre del ganador, asunto menor como bien sabe Inés Arrimadas, sino saber si el dolmen independentista consigue superar otra vez la mitad de los 135 escaños en juego, algo que suele lograr con menos de la mitad de los votos populares merced al efecto distorsionador de una ley electoral que prima al campo despoblado frente a las zonas urbanas. La nuestra es una guerra de los filólogos contra el resto. Todo lo demás no cuenta.