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Jorge San Miguel

El país que fue

«En lo territorial, la España real es ya de facto plurinacional»

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El país que fue

zipi | EFE

Pocos descubrimientos tan cegadores como la distancia entre lo que sucede y lo que uno creía que sucedía. De ahí el extraordinario juego de sentidos que se da entre las dos primeras novelas del Cuarteto de Alejandría, cuando el narrador Darley averigua que casi todo lo que creyó y describió había sido en realidad de otra manera. En la vida real es más doloroso pero también más didáctico, si uno está dispuesto a aprender.

Hace unos años percibíamos una España que, a pesar de problemas y carencias graves, estaba integrada en Europa y madura para renovar los acuerdos, el sistema de partidos y la distribución generacional del poder; y para emprender una serie de reformas en la administración, la economía o la justicia no muy lejanas en espíritu del momento constituyente y los Pactos de la Moncloa. Incluso la encarnación política de la nueva izquierda, Podemos, parecía encaminarse pasados los primeros hervores a algún tipo de reformismo de inspiración verde y bajo el paradigma de la ampliación de derechos inaugurado por Zapatero la década anterior. El centro se planteaba un reformismo de corte tecnocrático capaz de calar hacia el PP, quizás su espacio más natural de expansión, pero también hacia el socialismo oficial: no en vano su máxima expresión fue quizás el fallido acuerdo de gobierno entre Ciudadanos y PSOE en 2016.

El golpe catalán del 17 interrumpió ese momento reformista, pero hasta mayo del año siguiente se podía imaginar una solidificación del sistema en torno a tres partidos «constitucionalistas», con una opinión pública que había redescubierto la nación en un «momento jacobino» extendido a la propia Cataluña con la victoria de Ciudadanos en las elecciones autonómicas. Justo es que, tres años y medio después, y a la vista del muy dispar resultado del domingo pasado, hagamos balance y reflexionemos sobre si vivimos en el país que creíamos hace un tiempo; si ese país ha existido de hecho alguna vez.

La hipótesis reformista era heredera de la hegemonía liberal de los noventa, del euro-optimismo previo a la crisis del euro y, en un nivel más concreto y pedestre, de la tesis de que, al menos en España, los partidos a la derecha del socialismo hacen mejor en no meterse en política. En el plano puramente funcional, precisaba unas mayorías favorables a la reforma, que sólo podían articularse a partir de los electorados popular o socialista, o ambos; pero esto casi siempre pareció un contratiempo menor, toda vez que el reformismo de centro en España suele proceder desde la cabeza y no al contrario. Primero había que encontrar la tecla, y ya llegaría el electorado. Durante un tiempo los números no desmintieron del todo este enfoque.

Hoy es preciso reconocer que el experimento despolitizador ha encallado. Vuelve una política de valores en sentido fuerte, para la que el centro derecha liberal español, con pocas ideas, pocos anclajes en la movilización social y casi ninguno en la producción cultural, está escasamente preparado. El paradigma de gestión-por-encima-de-todo está en crisis, especialmente desde el momento en que el Gobierno socialista se dispone a dopar a su antojo con los fondos europeos de reconstrucción, lo que puede constituir una de las mayores operaciones de redistribución de poder de las últimas décadas.

En lo territorial, la España real es ya de facto plurinacional, o al menos pluri-política: comunidades con esferas de opinión y lógicas políticas cada vez más disociadas. Los partidos nacionales han ido perdiendo peso en las regiones con nacionalismos asentados, e incluso se anuncian nuevos irredentismos en otras donde no lo estaban hasta ahora. La quiebra entre las clases medias del centro y la periferia -entendida como periferia del 78- se ahonda. La reacción al golpe del 17 no sólo no ha cambiado el panorama catalán sino que ha extendido las formas de la política catalana al ámbito nacional, empezando por las dinámicas de exclusión del espacio público. Los parámetros del 78 -el «candado»- se han roto, primero por la izquierda, que lleva diez o quince años normalizando discursos de combate; pero cada vez más por el otro lado también. En los próximos años será preciso afrontar si vale la pena seguir dando algunas batallas o es mejor replegarse y dejar que las distintas comunidades políticas españolas confronten modelos sociales y económicos -lo que, obvio es señalarlo, comportará más movimientos de población y todo el desarraigo y el pesar asociados.

No se avizora aún un equilibrio que pueda durar más allá de unos pocos años, pues el momento de Sánchez es aún de disolución. A los que hasta ahora han defendido la vigencia del 78 les puede pasar el tiempo por encima sin que se den cuenta, como a un hippie en los ochenta a un jevi con alopecia. Pero conviene vivir en un país real y no en uno de sombras. Por eso deberíamos tomar nota de lo sucedido desde mayo de 2018 y del paisaje que habitamos; no para relitigar el pasado, sino precisamente para construir, no diré con ilusión, pero al menos con una conciencia clara y sobre un suelo firme.

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