Nada hay más profundo que la piel
«No atienda al interior quien busque comprender nuestra época, sino a la piel sensible al menor roce»
Consumir, digerir y reponerse; leer, opinar y comprometerse. La sociedad red es un culto a la digestión. En un ciclo interminable de abluciones, atenciones y evacuaciones, el individuo se ocupa, ante todo, de su tránsito. Normal que la vida se le haga bola. Es tal la cantidad de propaganda y zarandajas que ingiere a diario -¡información por un tubo!- que solo puede evitar la esteatosis vomitando opiniones. ¿A quién sorprende que se haya puesto de moda el ayuno? Esto, que siempre había gozado de notables efectos en lo espiritual, es hoy práctica salutífera y depurativa, healthy, porque el sujeto contemporáneo no reza con el alma, sino con el cuerpo. Por eso hay quien prefiere imitar el ascetismo del oso perezoso -un mes para digerir una hoja- que ser un deglutidor compulsivo.
Si los ingenieros del bienestar defienden el ayuno intermitente es porque, según dicen, una parte de las células se convierte en comida para el organismo. La autofagia adelgaza, recicla y da esplendor. Hay ciudadanos que funcionan, producen y consumen; y otros, disfuncionales e inadaptados, que son engullidos para honra y prez del bien común. Es bien sabido, desde la República de Platón, que la sociedad es un enorme cuerpo: un makránthropos en que, como hace nueve siglos dejó escrito Salisbury en su Policraticus, el parlamento es el corazón; el ejército, las manos; los trabajadores, los pies… ¿Acaso los ciudadanos somos hoy los entresijos?
¡Quiá! Si todos formamos un cuerpo, el sujeto hiperestésico es su pellejo. Un batallón de perfiles virtuales compone la piel del Soberano, que cambia de colores según la ocasión: por cada escama del Leviatán, la facies de un ensoberbecido súbdito que se cree activista. En tiempos de individualismo, solo puede integrarse un cuerpo político con la argamasa de la agitación. ¿Será que en cada celda del manicomio hay, como ha escrito Latorre, un interno que se cree Voltaire? A falta de plebiscito diario, hay que posicionarse todo el rato; no al modo de una guerra de posiciones, sino como una coreografía de Tik Tok: toca bailar al son -hoy el rey, mañana el rapero- que tenga a bien tocar el carillón periodístico. Exáltese, indígnese o despepítese, pero nunca se encoja de hombros. Sin esa tensión constante, la democracia militante se descompondría.
Por supuesto, la piel no es lo superfluo. Asociar la superficialidad cutánea con el plasticurri del envoltorio es caer en aquel Platonismus fürs Volk que despreciaba Nietzsche. Si la cáscara se rompe, deja de haber huevo. Todo lo demás es dualismo de garrafón. La parte expuesta del ente no es, por tanto, velo de Maya, sino elemento indispensable del mismo. ¿Acaso puede sobrevivir un camaleón sin su piel?
En tiempos de hipersensibilidad, no hay más filosofía que la dermatología. Como ha escrito Sergio del Molino, «los engendros de piel enferma quieren contagiar sus manchas, erupciones y heridas a todos. Ya que el picor y la vergüenza no desaparecen ni en los mejores balnearios, se consuelan provocando que la corteza del mundo enferme y se estropee como la suya propia». La cita es de La piel (Alfaguara), su libro más reciente y el mejor de todos los suyos. No atienda al interior quien busque comprender nuestra época, sino a la piel sensible al menor roce. El identitarismo es una suerte de orgullo que se lleva en la superficie, como una dermatitis; la ultraseguridad, el tejido que no ha aprendido a cicatrizar para inmunizarse frente a las mordeduras de serpiente; la dichosa empatía, la picazón que sienten los superferolíticos al ver las llagas de un mendigo, situado a una prudente distancia.
Sirva de estrambote una recomendación literaria. Al fin y al cabo, la piel es la protagonista de Hamnet, la última novela de Maggie O’Farrell (Libros del Asteroide). Entre la inocencia pecosa y rubiconda de la joven Anne Hathaway, futura esposa de Shakespeare, y los forúnculos y lobanillos de su madrastra, acibarada hasta el tuétano, media el trecho que va de la infancia a la amargura. Asoma la tragedia en las protuberancias que empujan, desde dentro, la piel translúcida de la joven Judith, enferma de peste negra; en el rostro escocido de su hermano, que todavía no es el Bardo, por las bofetadas de su padre; y en las pieles del ganado que éste, fabricante de guantes, maneja con expresión coriácea en la curtiduría. Si la faz de los adultos es mustia y macilenta, céreas son las caras de niños dúctiles como cera virgen que tienen un cirio por alma: una vez se apaga su breve mecha, maduran en masa inerte que termina arrumbada en el cajón. Hay retratos que describen un mundo. Como dijo Valèry, nada hay más profundo que la piel.