Revolución (y etimología)
«Escojan ustedes tres o cuatro cosas viejas, buenas, entrañables, bonitas y, si puede ser, graciosas; y sálvenlas del tiempo y de esos tiempos»
Como ya no soy joven, ahora tengo que decir algo que antes resultaba evidente: jamás fui joven. No vayan a creer ustedes que, cuando lo era, ejercía, y que luego me he ido reconvirtiendo, como en paralelo a eso de que el que con veinte años no es marxista no tiene corazón y el que, a partir de los cuarenta, no es capitalista, no tiene cabeza. Yo ni una cosa ni otra ni a la moda.
De joven, me dio por abrigarme con una vieja capa española. La que encontré rebuscando por los trasteros era de mi bisabuelo y la escena de verme cruzar la noche en vespa (negra) con una capa (negra) al viento (fuerte) con cara de la más absoluta normalidad debía de resultar bastante extraña, aunque jamás me paró la policía ni nadie salió corriendo a mi paso. A lo que ayudaría, supongo, vivir en un pueblo pequeño con publicidad de Sandeman y donde unos y otros nos hacemos a las cosas de los vecinos con más guasa que alarma y con más ironía que irritación.
Como ya no soy joven, ahora me van dando ataques de nostalgia. Hace unos meses recuperé el sable de mi abuelo militar y lo colgué en mi despacho. El otro día fui a casa de mi padre a por la capa abandonada desde la lejana adolescencia. (Pasó, entre paréntesis, algo gracioso. Muy severa, mi mujer al verla me advirtió: «Si te pones la capa, yo a ti no te conozco». Mi hijo, que me miraba con ojos como platos, al oírla le preguntó: «¿Y si me la pongo yo, mamá…?» «A ti sí te conocería», reconoció mi mujer, madre como Dios manda.)
Lo impactante, sin embargo, viene ahora. Mi hijo ha seguido deslumbrado con la capa negra con las vueltas de un terciopelo bien rojo. Y entró en un bucle. Me ha estado diciendo desde entonces: «Para lo que es buena esa capa tuya, con la espada, es para hacer una revolución». Y otra vez: «Esa capa es buenísima para una revolución». Y otra. Y otra.
Está claro que él tampoco me ve yendo al instituto a dar clases con la capa al viento. Ve otras cosas. Espontáneamente las ve, porque yo jamás diría que hace falta una «revolución», si acaso una rebelión, o aires de fronda, o echarse al monte, o así; y además él, con nueve años, no tiene ni idea de quién fue el marqués de Esquilache ni del romántico motín. Pero, terminología e historiografía aparte, mi hijo nota que esto se está poniendo bastante movidito. Y, además, y más importante, con el instinto infalible de la inocencia, ve que la única revolución posible y deseable no es romper escaparates ni quemar contenedores ni patear furgones policiales ni emporcar las ciudades, porque eso es tan sintomático como sistémico. Lo que de verdad va a la contra es recuperar las cosas viejas, nuestras y de la familia, con cuidado, cariño, curiosidad y una carencia completa de respetos sociales. En eso, el niño revolucionario es, además de lógico, etimológico, porque propiamente una revolución es una vuelta completa de un cuerpo celeste, o sea, un regreso. Tal vez recuperar la capa española sea exagerar un punto, pero escojan ustedes tres o cuatro cosas viejas, buenas, entrañables, bonitas y, si puede ser, graciosas; y sálvenlas del tiempo y de esos tiempos, compinchándose con sus hijos.
Chesterton decía: «Si puedo pasar a la historia como el hombre que salvó de la extinción a unas cuantas costumbres inglesas […] podré mirar a la cara a mis grandes antepasados, con reverencia, pero sin temor, cuando llegue a la última mansión de los reyes». Es preciosa la frase y eso que sus costumbres eran sólo inglesas. Piensen en sostener la misma ilusión gallarda, pero con costumbres españolas, y todavía mejor de su familia. Hemos de hacernos fuertes en casa. Don Quijote veía en cada venta un castillo; nosotros, en cada casa, una fortaleza.
¿Y qué dice mi hija a todo esto? Nada. Nada de nada. Ni protesta como su madre ni jalea como su hermano. Igual que la misteriosa hija del ventero de don Quijote de la Mancha, que miraba con sus grandes ojos garzos y se sonreía, mi hija sonríe y mira. La delicadeza y la alegría son un buen levantamiento, tal y como están las cosas, y de los más necesarios.