Simpatía por la baguette
«No es la masa horneada transalpina la mayor amenaza para el estatus de la baguette, sino la industrialización, que ha traído a los supermercados de medio planeta esas versiones cutres y baratas»
El pasado 23-F, mientras en España se recordaba el 40 aniversario del fallido golpe de Estado de Tejero, en el Ministerio de Cultura francés se debatían asuntos de la máxima importancia, sólo que mucho más prosaicos. ¿Merece la baguette entrar en la lista de Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad? ¿O acaso el gobierno galo debería apoyar ante la Unesco la candidatura de los tejados de zinc de París? ¿Y qué hay de la tercera finalista, la fiesta del vino de Arbois?
Cerca de un centenar de expedientes procedentes de todo el mundo obtienen cada año la inscripción en el selecto club de los bienes inmateriales que merecen ser protegidos. Pero, en virtud de una convención de 2003, Francia solo puede presentar un dossier cada dos años, por ser uno de los países que más registros ha logrado hasta la fecha. De ahí que la ministra del ramo, Roselyne Bachelot, se halle ante una enorme disyuntiva.
El tema no es tan frívolo como parece, ya que cualquier publicidad internacional gratuita es bienvenida en plena crisis del sector turístico debido a la pandemia[contexto id=»460724″]. Y el Hexágono compite con nuestro país en el podio mundial de los destinos vacacionales para extranjeros, habiéndose llevado sin embargo una hostia económica bastante menor que la piel de toro, según los datos de la balanza de pagos presentados en enero por el Banco Central Europeo (BCE). O sea que poca broma con ese registro de la Unesco, donde el flamenco lleva inscrito desde 2010, pero no así –para nuestra vergüenza– los vinos de Jerez.
Bachelot es esa veterana dirigente conservadora que se atrevió, en 2016, a sugerir que Rafael Nadal había simulado una lesión tres años atrás para evitar pasar unas pruebas anti-doping. El tenista mallorquín la demandó y a Madame le costó la broma una multa de 12.000 € que le impuso un tribunal civil de París. Así que no nos cae demasiado bien, aunque respetamos su capacidad para la gestión pública, como prueba el hecho de haber pillado cacho en tres ministerios diferentes con tres jefes de gobierno distintos. ¡Menuda superviviente!
Si nos fiamos de su olfato político, lo más lógico es que Francia nomine los tejados de zinc parisinos, que ya quedaron finalistas en 2019, toda vez que la ciudad de la luz y del amor es la segunda más visitada del mundo –después de Bangkok–, pero necesita urgentemente estímulos promocionales tras los sucesivos cataclismos de los atentados yihadistas, las manifas de los chalecos amarillos y el Covid-19.
Pero Bachelot deberá acudir a mediados de marzo al Elíseo para compartir su decisión con el presidente Emmanuel Macron. Y este, reconocido gourmet y avezado seguidor de sondeos, ya expresó hace tiempo su firme apoyo a la baguette. En medio de semejante duelo de titanes, el francesito de a pie ya ha expresado su simpatía por la baguette, como revela una encuesta del instituto CSA, en la que 9 de cada 10 ciudadanos preferían aupar a los altares de la Unesco la icónica barra de pan.
Para Catherine Dumas, presidenta del Comité de Apoyo Político de la candidatura y «auténtica Juan de Arco de la causa» –según la define el diario Le Figaro–, la baguette es una parte insustancial de la identidad francesa. «Son 35.000 boulangeries, 180.000 empleos, cientos de agricultores de trigo, molineros, productores de levadura y de sal», enumera la senadora parisina.
Habrá sin duda lectores para quienes la baguette es y será siempre ese bolso mítico de la firma italiana Fendi, creado en 1997 por Silvia Venturini Fendi – a la sazón, nieta de una de las fundadoras– y bautizado así porque está diseñado para ser llevado debajo del brazo, como suelen hacer los parisinos con las largas y estrechas barras de pan del mismo nombre. Convertido en un must del fashionismo por ser el complemento favorito de Carrie Bradshaw en la serie televisiva Sexo en Nueva York, sobre el fenómeno de la baguette Fendi se han publicado libros como Baguettemania (Rizzoli, 2012) e incluso organizado, con motivo de su 15 aniversario, una exposición itinerante que se paseó por las tiendas más trendies del planeta: Colette, Maxfield, Dover Street Market…
Para los tragaldabas irredentos como yo, la baguette es un ejemplo indudable del savoir vivre gabacho: ingrediente esencial de opíparos desayunos salados con mantequilla démi-sel y rilletes en una terraza mirando al Sena; compañera insustituible de excursiones al campo o meriendas en el parque como la que pintó Manet, con la cesta de picnic bien provista de embutidos, terrinas, quesos y patés para acompañar un fresco tinto de gamay.
Para los más patriotas, en fin, es un símbolo indiscutible de la grandeur de Francia. Y, como afirmó en su día Dominique Anracht, presidente de la Confédération Nationale de la Boulangerie-Pâtisserie Française (CNBPF), «hay que inscribirlo cuanto antes en la Unesco para que la mundialización no lo pervierta ni lo haga desparecer».
Efectivamente, 32 millones de esta inimitables barras de pan son vendidas cotidianamente en su país de origen, de las cuales más de un millón en la capital. Y aunque su consumo ha ido declinando desde hace más de medio siglo, en beneficio de otras especialidades regionales, quien tuvo retuvo.
«Conozco a nuestros panaderos», explicaba Macron. «Han visto cómo los italianos lograban inscribir en 2017 el arte de los pizzaioli napolitanos y se han dicho a sí mismos: si la pizza puede entrar, ¿por qué no la baguette, que es la envidia del mundo entero?».
Pero no es la masa horneada transalpina la mayor amenaza para el estatus de la baguette, sino la industrialización, que ha traído a los supermercados de medio planeta esas versiones cutres y baratas, elaboradas con levaduras rápidas, que pueden contener legalmente hasta 14 aditivos y son muchas veces pre-cocinadas o ultra-congeladas. «Hacer una buena baguette tradicional no reviste el menor secreto», ha declarado a Reuters Mickael Reydellet, dueño de ocho panaderías. «Se necesita tiempo, técnica, emplear una harina sin aditivos y hornear como es debido».
Los historiadores de la alimentación no se ponen de acuerdo sobre su origen. ¿Llegó a París importada de Viena por un tal August Zang? ¿Fue un invento de los panaderos de Napoléon? ¿Un modo de pacificar las reyertas entre los obreros del Metro, proporcionándoles un pan que no hiciera falta cortar con navaja? Lo único cierto es que su origen etimológico procede del término latino baculum, que significa bastón, y que dicho formato de barra de pan terminó triunfando en los cafés de la Belle Époque.
Según algún tratadista, la culpa fue de una ley de 1919, que impedía a las tahonas comenzar a trabajar antes de las 4 h de la mañana. Así que, para asegurar la perfecta cocción del producto y el servicio de los clientes a tiempo, los panaderos parisinos decidieron elaborar una barra fina y muy alargada –65 centímetros es la medida oficial actual–, con levadura en vez de masa madre, que necesitaba menor tiempo de reposo y una breve cocción de apenas 20 minutos.
Desde 1994, el Grand Prix de la baguette de tradition française premia a la mejor de la capital según cinco criterios: aspecto, cocción, miga, olor y sabor. El galardonado de la edición 2020 fue Taieb Sahal, chef-boulanger de Les Saveurs de Pierre Demours, en el XVIIème arrodissement, quien merced a este trofeo tiene el privilegio de proveer al Elíseo durante un año. Lo que no es poco, puesto que la presidencia francesa emplea 800 personas con puesto fijo y una cantidad flotante de asesores, así que el triunfo garantiza la venta de cientos de barras diarias destinadas a un único e ilustre cliente.
Para mi amigo Óscar Caballero, autor de numerosos libros gastronómicos y viejo compinche de correrías gourmandes durante mi etapa de residente en Saint-Germain-des-Près, los amateurs de dicha barra suelen incurrir demasiadas veces en el error de «echársela a la boca casi sin haber salido de la panadería, cuando está aún caliente, tentación que habría que eludir porque la temperatura engaña sobre la calidad». Gourmet impertinente y sibarita de las palabras, Caballero argumenta también en un artículo reciente, citando al historiador Steven Kaplan, que buena parte de la fascinación de la baguette radica, ejem, en su forma fálica.
Iconografías eróticas al margen, en aquellos años felices a orillas del Sena me hinché a comer baguettes hasta el límite de la saturación y terminé abrazando con entusiasmo, por contraposición, el pan de hogaza (tourte o miche) de casas como Poilâne, Poujauran, Dominique Saibron o Du Pain et des Idées. Ahora que llevo unos años de vuelta y no resulta tan fácil encontrar en Madrid una de esas delgadas y casi aéreas barras parisinas, añoro las elaboraciones artesanas de Au Levain d’Antan, Le Grenier à Pain, Au Paradis Gourmand, La Fournée d’Augustine, Aux Délices du Palais y tantas otras ilustres boulangeries de barrio donde el placer aromático y antropológico de la visita era casi mayor que el de la posterior ingesta de pan. Por un euro y pico, te dabas un baño de civilización que ríete tú de los cursos de la Sorbona. Y salías, como Carry Bradshaw, con la baguette bajo el brazo…