Hacerse el tuerto
«Estas protestas sólo son excepcionales para quien no había vivido otras, para quien no había sufrido o protagonizado otras»
Estas protestas sólo son excepcionales para quien no había vivido otras, para quien no había sufrido o protagonizado otras. Es decir, para quienes olvidan demasiado rápido y para quienes nacieron demasiado tarde y justo llegan ahora a este mundo loco en el que habitamos los adultos.
En Barcelona, y que yo recuerde, a bote pronto, en los últimos años se han quemado cosas y asaltado tiendas para protestar contra de la Guerra de Irak, la globalización, el Plan Bologna, las sentencias del Procés e incluso para celebrar los títulos del Barça de Guardiola. Las comparaciones históricas en las que se amparan estos días los revolucionarios, por ingenuos o por cínicos, para justificar la violencia, adolecen de un sesgo se supervivencia por el cual sólo nos acordamos de dos o tres revoluciones que triunfaron y no de las incuantificables que fracasaron y fracasan a diario.
Estas son, además, comparaciones de una enorme complejidad y exigen un estudio lento y metódico que casa muy mal con el entusiasmo del momento. Las comparaciones histéricas, en cambio, podrían conformarse con estas experiencias, mucho más cercanas en el tiempo y en el espacio, para medir la utilidad, e incluso la moralidad, si se atreven, de la nueva y esta vez seguro que definitiva revolución.
En todas las ocasiones anteriores, la violencia fue tremendamente útil. Sirvió para que algunos se hicieran con un par de bambas nuevas, un jamón y un par de recuerdos que el tiempo haría heroicos. Sirvió para que algunos boomers se pusieran nostálgicos al ver el fuego por la tele y para que otros perdieran el negocio, el ojo o las ganas de hacer el tonto. Sirvió incluso en algunos casos para recordarnos a los viejos que en un mundo como el nuestro la violencia es, muy a menudo, la forma más cara de aprender cosas muy básicas. Que no sólo con sangre entra la letra y que las lecciones que nos da la violencia son tan duras, tan trágicas a veces, que suelen llevarse en silencio. Lecciones como las del 1-O, por ejemplo, de las que ningún partido de gobierno se atreve a presumir, de las que ningún partido indepe admite darse por enterado y que quizás tengan algo que ver con esa ley tan triste, ¿la más triste de las leyes?, que dicta que para reinar entre ciegos uno debe hacerse el tuerto.