THE OBJECTIVE
Ignacio Vidal-Folch

Cifuentes y el principio de repetición

«Si el fiscal tiene indicios sólidos de que ha habido, en la exculpación de la que fue presidenta de la Comunidad de Madrid, algún tipo de prevaricación, entonces pienso que debería presentar denuncia contra el tribunal y el jurado. Pero a la señora Cifuentes quizá ya es hora de dejarla en paz»

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Cifuentes y el principio de repetición

Mariscal | EFE

Disconforme con la sentencia que exonera a Cristina Cifuentes en el caso de su «máster», que obtuvo de forma fraudulenta, la fiscalía se propone anular el juicio e imponer su repetición.

Esto no parece muy cabal. Si el fiscal tiene indicios sólidos de que ha habido, en la exculpación de la que fue presidenta de la Comunidad de Madrid, algún tipo de prevaricación, entonces pienso que debería presentar denuncia contra el tribunal y el jurado. Pero a la señora Cifuentes quizá ya es hora de dejarla en paz. No solo porque haya pasado ya un viacrucis. Téngase en cuenta que lo que se repite una vez puede inaugurar una pauta, de manera que después de la repetición del juicio venga otra repetición, y otra, y luego otra y otra, y así hasta el final de los tiempos. No tiene lógica la cosa. De ahí el principio general del Derecho de «Non bis in idem», que quiere decir que no se ha de juzgar dos veces la misma cosa.

Cierto que ese principio viene equilibrado por el ciertamente encomiable garantismo de nuestro sistema de justicia, que permite al descontento con la sentencia apelar a una instancia superior y a otra y a otra, prolongando su angustia y su esperanza hasta la sentencia final…

Por motivos profesionales he tenido ocasión de asistir a algunas causas criminales. Estos procesos suelen ser largos y fatigosos. La instrucción no siempre es fácil, los juzgados están desbordados de trabajo, de manera que hasta llegar a la sala, los acusados viven su incertidumbre durante largo tiempo como una espada de Damocles angustiosa suspendida sobre sus cabezas. El proceso puede durar años y años. El horizonte de esa larga espera puede ser la celda de una prisión, la privación de libertad, y la destrucción del condenado como ciudadano de pleno derecho. Pero yo creo que hay cosas peores en un juicio, y que se han agravado en estos tiempos que se caracterizan por «la transparencia» y la circulación universal de la información.

Entre ellas, el aspecto horriblemente íntimo del proceso –esa cercanía física con el juez, con los letrados, con el público –esa inevitabilidad de verles–  y, simultáneamente, su exposición pública. Estas dos cosas juntas convierten el juicio en un espectáculo propiamente pornográfico.

Asistí, hace unos años, en la Audiencia Nacional, al juicio del narcotraficante Pablo Vioque, de su abogada, que era una joven atractiva a la que el narcotraficante había comprometido con unos movimientos de dinero, y de unos sicarios suramericanos que éste había contratado para que asesinasen al fiscal Zaragoza y a dos confidentes policiales, a los que consideraba responsables de su cautiverio. Un chivatazo frustró esos crímenes.

La atmósfera de la sala era densa y ominosa. Entre acusados y leguleyos, testigos y periodistas, la sala, con mobiliario de madera clara y barata, de una funcionalidad desangelada, estaba abarrotada.

Presidía el tribunal Alfonso Guevara. De aspecto enclenque y rictus malcarado, el juez se impacientaba e incluso se irritaba  cuando los abogados de la defensa o de la acusación le hacían perder el tiempo repitiendo conceptos que ya habían quedado claros o perorando en vano, y los interrumpía de manera perentoria, a veces rozando lo humillante, en mi opinión. Aunque de apariencia desmadejada, el magistrado Guevara encarnaba perfectamente el principio de la autoridad de la que estaba investido. Me acordé de él años más tarde, viendo trabajar al juez Marchena en el juicio a los golpistas de la Generalidad de Cataluña. El estilo de dirigir el escenario, la presencia física y el «talante» de Guevara y Marchena, son muy diferentes, casi diría que opuestos, pero la autoridad que emana de uno y otro es la misma.

Al empezar la segunda sesión pareció aclarada la inocencia de aquella joven abogada de Vioque que compartía banco con los demás acusados. El juez, que durante el descanso había despachado con el fiscal, le dijo que los cargos le habían sido retirados, quedaba en total libertad y por consiguiente a partir de aquel momento podía hacer lo que prefiriese: o bien seguir asistiendo a la sesión en condición de abogada no participante, en el banco de los letrados, para lo cual se le prestaría una toga que el bedel le traería de inmediato; o bien abandonar la sala e irse adonde le viniera en gana.

La abogada, muy aliviada, agradeció la deferencia y dijo que prefería, con la venia de su señoría, irse a casa. ¡No me extrañó nada! Se levantó y se fue hacia la puerta, intentando retener la sonrisa de felicidad.

Había tres o cuatro mujeres más en los bancos de los acusados. Eran las mujeres de los sicarios suramericanos, supuestamente cómplices en el intento de asesinato del fiscal Zaragoza. Una recua de desdichados procedentes de un país salvaje, donde la ley no impera, la policía no investiga, el crimen no se persigue y la vida no vale nada. Pero estaban en España, donde las cosas son muy distintas, como estaban experimentando, muy a su pesar.

Yo estaba sentado en el banco de detrás y solo podía verles de espaldas. A juzgar por sus siluetas y sus largas cabelleras oscuras, las mujeres eran muy jóvenes. En un momento determinado, la que yo tenía exactamente delante tuvo que ponerse en pie para responder a alguna pregunta. Entonces vi en la entrepierna de sus pantalones vaqueros una mancha oscura de humedad que explicaba de una manera muy gráfica la situación general, no solo la suya particular. La muchacha había tenido la menstruación o había sufrido alguna pérdida de orina por un motivo u otro. Acaso no se atrevía a interrumpir a sus señorías pidiendo permiso para salir y conseguir unas braguitas y un pantalón limpios, un tampón o una compresa…

Sentí que yo no habría debido ver esa mancha: conculcaba el derecho a la dignidad o por lo menos al decoro de la muchacha. Pero un juicio conculca tantas cosas… ¡Estar horas y horas en un sitio donde no quieres estar, escuchando discursos desagradables! ¡Tener que volver a un ámbito escolar, como cuando el maestro podía castigarte, por revoltoso, sin salir al recreo, con lo bonita que estaba la tarde afuera!…

Los juicios son horribles, aunque entiendo que inevitables como representación de la administración de la justicia, y para refrendar la voluntad de una comunidad de poner un poco de orden en este putiferio que de otra manera sería ingobernable.

Pero esa mancha en la entrepierna, que yo no debería haber visto, si el juicio se repitiese ahora la tendríamos en todas las televisiones y se comentaría exhaustivamente en las columnas de la prensa –¡como esta!— y en las redes sociales.

Volviendo al «caso Cifuentes» y de su master, que no es un asunto de drogas ni intento de asesinato de ningún fiscal –pero ya ha destruido la vida civil de la asesora de la ex presidenta de la Comunidad de Madrid, María Teresa Feito, condenada a tres años de cárcel por presionar a la también condenada Cecilia Rosado, profesora, a elaborar un acta universitaria falsa–, paréceme que el fiscal podría darse por satisfecho con esas piezas cobradas.

A fin de cuentas, la expresidenta, cleptómana de manual, ignominiosamente «cazada» en la sustracción de unas cremas faciales de un supermercado por valor de veinte euros, luego enredada en las irregularidades de la obtención de su máster, sometida a las sesiones humillantes de un juicio, habiendo pagado la llamada «pena de telediario»… ha perdido ya mucho de lo poco importante que se puede perder, está expulsada de la vida política y cabe suponer que tendrá que hacer un gran esfuerzo de voluntad para vivir en paz consigo misma. No la conozco, pero desde aquí le deseo que lo consiga.

¿Para qué ensañarse de esta forma con el caído, señor fiscal? ¿De verdad ayuda a la administración de la justicia reabrir ese caso, repetir el juicio? No, no, repetir, no, por favor. Repetir es aburridísimo. Otra vez sentados horas y horas, días y días, ahí donde uno menos quisiera estar, escuchando interrogatorios, viendo esas caras, algunas de ellas hostiles, a esa cruda luz de neón, en la fealdad del mundo… Señor fiscal: ¿No tiene usted crímenes más importantes que perseguir? ¿Quiere que yo le indique algunos que merecen mucho más la pena?

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