Fiebre monárquica
«Uno puede estar tranquilo en España, porque no se acostará monárquica y se levantará republicana»
El escritor más europeo de la literatura latinoamericana fue Álvaro Mutis y probablemente por eso nunca formó parte del Boom y durante muchos años fue, en cierto modo, un outsider. Tuvo que arrastrar, además, con dos pesos: el primero, ser colombiano y contemporáneo de García Márquez: sobrevivir, como escritor, a eso, en pleno apogeo del Boom y sus figuras, debió de ser difícil. El segundo, ser monárquico, algo no muy habitual entre los intelectuales y narradores del siglo XX. No sólo monárquico, sino partidario del Absolutismo coronado. Creía, como Talleyrand, en el Antiguo Régimen, y creía en el imperio austrohúngaro, que ha sido uno de los mejores inventos políticos de Europa. En esto, Mutis parecía salido de una novela de Joseph Roth.
He pensado en Mutis estos días pasados debido a la floración de legiones de monárquicos de última hornada en España. La causa de esta primavera monarquista ha sido la vacunación de las infantas en Abu Dhabi, o Dubái, o Ajmán, o Ras El Jaima, o donde sea que las hayan vacunado. Con la vacuna china, la oxoniense (vade retro), la yanqui, la rusa, o la que ustedes prefieran. Un escándalo. Nadie, qué digo nadie, absolutamente nadie hubiera aceptado una vacuna de regalo en España. ¿Aceptar una dádiva tan insolidaria?: qué desfachatez, qué desvergüenza, qué atrevimiento y qué osadía. ¿En qué estarían pensando?
Nadie se habría vacunado en otra parte del mundo, por mucho que se lo ofrecieran y por tanto había que denunciar lo mal que lo han hecho ambas infantas. Y hacerlo, claro, sólo por un interés desmedido y fervoroso por la continuidad de la monarquía en España. ¿Cómo se denuncia tamaña herejía fraternal? Pues confundiendo la velocidad con el tocino y exigiéndoles a ellas no haberse vacunado para proteger la institución y eso es lo que han hecho tertulianos y gente de bien, monárquicos convencidos todos, que no quieren, qué va, la república en España.
Y precisamente porque no quieren la república, qué van a quererla, se han dedicado a dar lecciones sobre cómo ha de comportarse una infanta o quien sea de la familia real. Ni lord Chesterfield. Todo por salvar al Rey de las ganas que le tienen sus enemigos. Y ahí estaban, tarifando en emisoras de radio y programas de televisión, para defender al Rey de sus hermanas, tremendas ellas, y más peligrosamente republicanas –según esos monárquicos súbitos– que Azaña y Cicerón bailando una mazurca. Quien no supiera que estaban hablando de un par de pinchazos con aguja hipodérmica, hubiera creído que lo hacían de un sangriento drama de Shakespeare.
Pero, curiosamente, no se ha oído entre tantos valedores ni una sola palabra de la superioridad de la monarquía sobre la república. No, sólo hablaban de lo mal que lo habían hecho las infantas y de paso su padre, el rey emérito, sino que había que ver como en la pronunciación de la palabra emérito se notaba el tartufesco monarquismo de todos ellos. Tampoco se han explicado las ventajas de la república sobre la monarquía, quizá, y no se ha asegurado que, en una república, ningún hermano de sus distintos presidentes se vacunaría en solitario y en el lago Baikal ante una nueva y fatídica pandemia. No, ningún familiar de un posible presidente republicano haría eso, qué va, pero no se ha argumentado tan aplastante razón para no reforzar la llegada de un régimen que a todos ellos, preocupados por el daño que la vacuna de las infantas hace a la corona, les debe producir erisipela y espasmos febriles y pesadillas nocturnas.
Uno puede estar tranquilo en España, porque no se acostará monárquica y se levantará republicana. Están todos estos guardias de corps que dan lecciones de ética y repiten, satisfechos, una y otra vez que con esa familia que tiene, la corona no necesita enemigos. Qué buenos tutores palaciegos hubieran sido todos ellos, qué magníficos edecanes reales. Cuánta sabiduría desperdiciada, cuánto sentido de Estado echado a perder. A su lado, Álvaro Mutis no pasaría de principiante. Pero, claro, él nunca fue un demagogo.