Jerez, la flecha de FedEx y yo
«Me sorprendí a mí misma cogiéndole cariño a estos trocitos de Jerez en los que no me había fijado nunca pero que habían estado siempre ahí; los sentía tan míos como esas cosas que ya no estaban y que tanto echaba de menos»
Hay una cosa que me tiene asombrada últimamente y es que me he dado cuenta de que me he pasado la vida mirándome de una forma muy poco amable. Realmente no creo que haya mirado a nadie con unos ojos menos generosos que los que he usado para verme a mí, y no lo digo lamentándome sino más bien sorprendida, porque yo tiendo a creer que todo el mundo tiene algo bueno y cuando algún personaje levanta antipatía unánime suelo pensar «a ver, algo bueno tendrá», y hago un gran esfuerzo por encontrar ese algo –aunque sospecho que más por llevar la contraria que por bondad–. Pero por lo visto conmigo me he dedicado a hacer exactamente lo contrario.
Lo descubrí por casualidad un día que escribía sobre mi pueblo. Andaba lamentándome por no sé qué cosa que ya no era como antes –la luz de las farolas nuevas, las catalpas de la Porvera, qué sé yo– cuando de repente lo vi claro. Estaba mirando Jerez como si fuera un marco de cosas que habían desaparecido: los naranjos de los claustros de Santo Domingo, el Cine Jerezano, el olor a vino de la calle Santo Domingo, la librería Papel y Tinta. Si venía alguien de fuera lo llevaba a desayunar a San Mateo o le daba una vuelta por González Byass pero, sobre todo, le enseñaba las cosas que ya no existían. Y yo, que no veo un paralelismo ni subrayado con fluorescente, comprendí de golpe que eso era lo que llevaba haciendo conmigo misma toda la vida. Centrarme en lo que no era, en lo que no tenía, en lo que me faltaba. «Qué bajón», pensé, «cuánta energía desperdiciada». Pero debo decir que se me pasó en seguida porque lo mejor que tiene comprender algo por fin es que puedes dejar de pelear. Tras muchos años luchando conmigo misma, descansé.
Durante el verano había empezado a dar largos paseos por el centro muy temprano, a veces de madrugada, todavía de noche. Mientras caminaba curioseaba esto o aquello, levantaba la vista hacia los balcones, metía el ojo por las ventanas abiertas al fresco, me colaba en una iglesia. Y caí en la cuenta de que no sabía nada de Jerez. De vuelta en casa bicheaba libros y artículos buscando información sobre lo que había visto esa mañana, saltando de un tema a otro sin más orden que el que me señalaba la curiosidad. A medida que transcurría el tiempo, crecía mi puñadito de rincones nuevos. Me sorprendí a mí misma cogiéndole cariño a estos trocitos de Jerez en los que no me había fijado nunca pero que habían estado siempre ahí; los sentía tan míos como esas cosas que ya no estaban y que tanto echaba de menos. De un día para otro había cambiado mi forma de ver la ciudad y, por alguna razón, lo mismo me había pasado conmigo.
Es muy gozoso ver con ojos nuevos algo que has tenido delante toda tu vida y descubrir que es mucho más de lo que parecía, porque una vez que reparas en algo ya no hay vuelta atrás. Como cuando adviertes la flecha en el logo de FedEx y ya no puedes dejar de verla. Un día te caes del caballo y lo que empieza como una apreciación nueva de lo que tienes a tu alrededor acaba como una aceptación de lo que eres y de lo que te ha traído hasta aquí. De pronto tu pasado, que te parecía inalterable, aparece como algo que puede verse de otra manera, y eso lo cambia todo. Cambia la manera de ver el presente, cambia la manera en la que te ves a ti misma. Te hace más libre. Aunque tanto Jerez como yo sigamos siendo las mismas de hace un año, nos veo a las dos de una forma más atenta, más simpática, más alegre. Me gusta pensar que en cuanto le he prestado un poco de mi atención, ella, que me lleva viendo desde que nací y me conoce bien, me ha devuelto el gesto alumbrándome de un modo más amable. Y ahora, más que estar unidas por el espanto, como Borges y Buenos Aires, estamos unidas por una misma luz.