Por una derecha situacionista
«La agrupación electoral de la derecha sólo puede ser un problema una vez resuelto si hay algo parecido a derechas, y no meramente plataformas electorales, en el espacio público»
Hace unas semanas, el gobierno de España congregó a los medios para hacer pasar una apisonadora sobre armas de hace veinte años, escopetas de balines entre ellas. Tengo escrito aquí antes de la pandemia que la única manera de relacionarse con esta realidad española es el humor, pero incluso eso lo hemos dejado ya atrás. Ante una realidad radicalmente grotesca y falsa, ni el humor alcanza; hasta El Mundo Today vino a reconocerlo reproduciendo en un titular la naturaleza exacta del acto de Sánchez. Un crítico de cine decía que el único requisito para hacerse el tonto es no serlo, y así estamos: de este sinsentido cotidiano nada con sentido puede salir, ni chistes.
Así, un día tenemos al antaño Humpty Dumpty secesionista acusando de secesionismo a Madrid; otro nos desayunamos con que una parte del gobierno de España vota contra los intereses existenciales de España en el Parlamento Europeo. La «mejor ministra de trabajo de la historia», comunista por más señas, lo es por aplicar la reforma laboral del PP; los populistas son quienes se quejan de la ocupación partidista del Estado; y a diario los protagonistas de una comedieta erótica de los setenta nos aleccionan sobre feminismo y consentimiento sexual. Hay ministras que salen en la tele a relitigar casos penales que ya han pasado por los tribunales. Intentar hilar siquiera un chiste con estos argumentos es cometer el pecado de tomárselos en serio. O, por decirlo con Bob Solow, sentarse a discutir las tácticas de caballería en la batalla de Austerlitz con un fulano disfrazado de Napoleón. Pero, y esto es lo más grave y rotundo, hay método en esta locura cotidiana; pues la astracanada que es hoy España tiene beneficiarios -¡y tanto!- y perdedores.
Abandonada pues la pretensión de construir nada recto con estos materiales de derribo que nos echan encima a diario, persiste la duda leniniana: ¿qué hacer? El centro derecha español lleva treinta años bajo el embrujo de la conveniencia estratégica. Todo ha de supeditarse a lo conveniente, hasta el punto de que hace tiempo que se perdió de vista el para qué -si es que alguna vez alguien lo tuvo claro. Nadie sabe lo que piensa sobre las cosas porque las cosas nunca son nada por sí mismas, sino en función de un objetivo final que es estar ahí cuando la izquierda pierda el gobierno; o, simplemente, «estar ahí», a la manera de Mr. Chance.
En este contexto se producen discusiones sobre la «guerra cultural» que están viciadas de origen, pues se plantean -de nuevo- en términos estratégicos. La guerra cultural es algo que conviene o no conviene. «Hay una guerra entre los que dicen que hay una guerra y los que dicen que no la hay», cantaba Leonard Cohen. Dada la ausencia casi total de ideas y de vida, de afirmación, quizás haya que desechar el pensamiento finalista y ser, sin más. La política electoral sucede, no me malinterpreten, y tiene y tendrá sus cauces; pero es preciso un tipo de expresión positiva que no depende de los cálculos electorales, que es previa y responde a un sentido (estético, vital, moral, político) profundo. La agrupación electoral de la derecha sólo puede ser un problema una vez resuelto si hay algo parecido a derechas, y no meramente plataformas electorales, en el espacio público.
Porque si en realidad no hay tal cosa como derechas; si lo único que nos jugamos aquí es bonificar o no el impuesto de sucesiones; si el Estado es meramente una instancia administrativa «expendedora de derechos» (Josu de Miguel), inmune a la deliberación y a la espera únicamente de que el ciudadano-cliente los solicite; si no creemos en espacios de libertad y de creación al margen del poder -que no tienen que ver, o no sólo, con la fiscalidad, sino con los valores, el individuo, la familia, la tradición, la amistad-; si, en suma, no existe esa otra vida que reclama su espacio al margen de la asfixiante y cateta oficialidad, ¿qué sentido tiene pretender ganar elecciones? ¿Hacerse con el botín público durante cuatro u ocho años y luego dejar seguir el desmantelamiento con deportividad?
Pasó el momento del reformismo y de los clubes de caballeros. Yo no pretendo saber cómo emanciparnos de esta falsedad radical de la vida pública, que a buen seguro nos ha caído encima por nuestros pecados -de soberbia, de seriedad, de juventud. Pero en esta vida lo último es ser un coñazo. Mientras llega el momento de una conversación y una vida pública más auténticas y más saludables, neguémonos a participar de un chiste que es a nuestra costa y que además no tiene gracia. Neguémonos a la moderación y a «llevarnos bien». Yo no tengo que fingir que aquí no pasa nada, y no tengo que llevarme bien con nadie; yo tengo que cumplir las leyes y, como mucho, saludar en el ascensor por las mañanas. Neguémonos a hacernos los sorprendidos por lo que sabemos hace tiempo que se está haciendo y empecemos a pensar qué queremos y cómo lo va vamos a hacer.