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Daniel Capó

Lugares comunes

«Si hubiera un interés real en elevar el nivel de los alumnos y en mejorar el capital humano, intelectual y cívico del país, se pondría en manos de cada niño un libro tras otro»

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Lugares comunes

Chema Moya | EFE

La nueva reforma educativa se presenta, como todas, cargada de tópicos desde sus primeras líneas. Llevamos años –décadas se diría– analizando la realidad tras unas anteojeras ideológicas –de uno u otro signo– que nos impiden llevar a cabo cualquier análisis mínimamente realista de nuestros males. Por otra parte, se ha impuesto en el debate público un neolenguaje sin significado alguno más allá de la verbosidad. Se utilizan constantemente caricaturas para ridiculizar la posición del adversario, haciéndole decir –o defender– cosas en las que no cree.

«Ya no es suficiente el aprendizaje memorístico y acumulativo», ha asegurado la ministra Celaá con la seguridad que proporcionan los lugares comunes porque, por supuesto, esto lo sabe hasta el más necio. Como también sabe que sin un conocimiento acumulativo no es posible el aprendizaje. Avanzamos sobre lo ya asimilado, construimos sobre unos pilares que se han edificado con la lectura, la práctica, la investigación y la experiencia, pero que deben asentarse para dar fruto. Sin ese residuo de lo aprendido que es la memoria, no hay criterio para discernir el valor de lo que se nos propone. La memoria gustativa, por ejemplo, es la que nos permite distinguir las cosas santas de las profanas; qué sé yo, un burdeos de un don Simón, o un té de Darjeeling de otro de Assam. Es la memoria la que nos impide hacer el ridículo confundiendo al almirante Churruca –o a Gravina– con militares o supuestos buques del franquismo, como le ha sucedido a José Hila, alcalde socialista de Palma, que no dudó en desdecirse más tarde con la frívola excusa de que uno no puede saber de todo. Por supuesto que no, pero con un mínimo conocimiento del pasado habría detectado enseguida las trampas que le tendieron y que le han dejado en un lugar muy poco honroso.  

La ignorancia es atrevida, se dice, y más atrevido es institucionalizarla desde las escuelas. Porque, si hubiera un interés real en elevar el nivel de los alumnos y en mejorar el capital humano, intelectual y cívico del país, se pondría en manos de cada niño un libro tras otro; se enseñaría a leer y a escribir bien; a argumentar con solidez, a contrastar las ideas propias con las de los demás, y se enseñaría así –con la lectura– a separar el grano de la paja, lo plausible de lo falso, lo verdadero de la demagogia que emplean nuestros actuales sofistas del rencor. Un libro tras otro, simplemente, elegidos entre una infinidad de clásicos, acudiendo a fuentes originales, aprendiendo a leer la historia de la cultura y de los países a través de la literatura. Porque, como dijo san Jerónimo –patrón de los traductores–, «el libro permanece cuando los hombres ya han pasado» y los libros nos hablan cuando los hombres ya no pueden hacerlo. Y esa es también la función de la escuela: protegernos de las modas del presente para descubrir en las voces del pasado unos guías que nos permitan mirar al futuro trascendiendo lo que ya tenemos: nuestro entorno y la cultura en la que estamos inmersos.

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