Días dobles
«El confinamiento tuvo su poética —una poética acosada por la muerte, que empujaba—. Muchos dicen que no pudieron leer. Yo sí, casi no hice otra cosa»
Hace un año por estas fechas yo estaba encerrado, como todo el mundo. El confinamiento tuvo su poética —una poética acosada por la muerte, que empujaba—. Muchos dicen que no pudieron leer. Yo sí, casi no hice otra cosa que leer. Lo que no vi fueron películas ni series. Solo la radio, los periódicos, internet. El sol daba un rato, de refilón, en mi ventana y salía a absorberlo. Era escaso como el oro. Era oro.
Lo pienso mientras exprimo estos días de primavera para que sean dobles: para que cada uno me dé en su lote el que me debe del año pasado. Aunque sigue empujando la muerte. O por eso: porque sigue empujando la muerte. Pero podemos salir.
Estoy en Torrequebrada, en mi torreón prestado. Leo y escribo con vistas al mar y luego salgo. Me asomo al mirador metafísico. Hace un día radiante, pero el horizonte está neblinoso: se ha formado una franja a lo largo, delgada pero espesa. Como si la puerta entre los mundos fuese blanca. Camino por el malecón que hay al pie del Casino. Desde allí, rodeado de mar, veo cómo el día se desploma. Es un desplome lento, hermoso. En algún momento se enciende el faro de Fuengirola, a lo lejos. Y las luces del litoral.
Antes de comer me siento en el Yucas a tomar una caña. El chiringuito está encima del mar y el placer es refinadísimo. Como de un emperador romano más epicúreo que estoico; o mejor un poeta: un Horacio con su cervecita y sus aceitunas. El año pasado evocaba esta terraza vacía y ahora estoy en ella, disfrutándola el doble de lo que la habría disfrutado el año pasado, que ya era mucho.
Me he traído mis cuatro libros de estas vacaciones y quiero hacer un juego oracular: abrir al azar cada uno y poner el pasaje que señale con el dedo a ciegas.
«Está equivocado. El odio nos es desconocido, sí, no debemos permitírnoslo. Nosotros no ponemos pasión, pero el tiempo no avanza y nunca olvidamos nada. Lo de hace diez años es ayer para nosotros. Es hoy mismo incluso, está pasando» (Tomás Nevinson, de Javier Marías).
«Las olas en la playa de Bellavista estallan lejos, fuertes y altas, monótonas e iguales. Hacen un ruido inmenso y pesado, como lo que cae a plomo. Se persiguen rebotando espuma cristalina y blanca, en la cresta una neblina que se alza salpicada antes de deshacerse, como humo que se seca al contacto con el aire» (Mexicana, de Manuel Arroyo-Stephens).
«Todo lo ignoro y me duele el pecho. He dejado de trabajar y no quiero moverme de aquí. Estoy mirando el papel secante blanco sucio, que se extiende, pegado a los rincones, sobre la gran edad de la mesa inclinada» (Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa).
«Si vienes por aquí, / Por la ruta que probablemente seguirás / Desde el lugar de donde vienes probablemente; / Si vienes por aquí en mayo, / Cuando florecen los espinos, / Encontrarás los setos vivos / Blanqueados otra vez con voluptuosa dulzura» (Cuatro cuartetos, de T.S. Eliot; traducción de J.E. Pacheco).
Pero la mayor parte del tiempo lo paso en el torreón, viendo las acrobacias de las gaviotas y los cormoranes que cruzan a lo lejos con su cuello alargado. También cruza algún barquito. Me tumbo en el sofá de la terraza a leer. Me da el sol. Oigo las olas. Es la otra vida que estaba en esta.